Si uno come de este Pan, vivirá para siempre
Solemnidades y Fiestas
Juan 6, 51-58. Fieles Difuntos. En este día estamos llamados a recordar a todos, incluso aquellos de los que no se acuerda nadie.
Por: P. Sergio A. Córdova LC | Fuente: Catholic.net
Te adelantamos las Reflexiones del Evangelio de la Semana 31o. del Tiempo Ordinario, del domingo 1 al sábado 7 de octubre 2015.
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Del santo Evangelio según san Juan 6, 51-58
Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.» Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre.
Oración introductoria
Señor, gracias por recordarme que estoy de paso en esta vida, y que este paso debe ser ágil, comprometido, responsable, entusiasta, animado y fortalecido por tu gracia.
Petición
Que a la luz de la eternidad aprendemos que todo es pasajero, relativo, y al meditar en la muerte, nos ayude a no poner nuestro corazón y nuestras seguridades en cosas materiales y efímeras.
Meditación del Papa Francisco
Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.» Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre.
Oración introductoria
Señor, gracias por recordarme que estoy de paso en esta vida, y que este paso debe ser ágil, comprometido, responsable, entusiasta, animado y fortalecido por tu gracia.
Petición
Que a la luz de la eternidad aprendemos que todo es pasajero, relativo, y al meditar en la muerte, nos ayude a no poner nuestro corazón y nuestras seguridades en cosas materiales y efímeras.
Meditación del Papa Francisco
La Iglesia, peregrina en la historia, se regocija por la intercesión de los santos y beatos que apoyan la misión de anunciar el Evangelio; por otro, que, como Jesús, compartiendo las lágrimas de los que sufren la separación de sus seres queridos, y por Él y gracias a Él, da las gracias al Padre que nos ha sacado del dominio del pecado y de la muerte”.
Entre ayer y hoy muchos hacen una visita al cementerio, que, como dice la misma palabra, es el ‘lugar de descanso’, esperando el despertar final. Es agradable pensar que el mismo Jesús nos despertará. Jesús mismo reveló que la muerte del cuerpo es como un sueño del que Él nos despierta.
Con esta fe nos detenemos - incluso espiritualmente - en las tumbas de nuestros seres queridos, de cuantos han deseado el bien y han hecho el bien.
En este día estamos llamados a recordar a todos, incluso aquellos de los que no se acuerda nadie.
Recordamos a las víctimas de la guerra y la violencia; muchos mundos ‘pequeños’ aplastado por el hambre y la miseria; recordamos a los anónimos que reposan en el osario común. Recordamos a nuestros hermanos y hermanas muertos porque son cristianos; y aquellos que han sacrificado la vida para servir a los demás. Encomendamos al Señor especialmente a cuantos nos han dejado en el último año”.
La tradición de la Iglesia siempre ha instado a rezar por los difuntos, en particular, ofreciendo por ellos celebración Eucarística: esa es la mejor ayuda espiritual que podemos dar a sus almas, especialmente a los más abandonados”.
La memoria de los muertos, el cuidado de las tumbas y los sufragios son evidencia de confiada esperanza, enraizada en la certeza de que la muerte no es la última palabra sobre el destino del ser humano, ya que el hombre está destinado a una vida sin límites, que tiene sus raíces y su realización en Dios.
Con esta fe en el destino último del hombre, nos dirigimos ahora a la Virgen María, que sufrió bajo la Cruz el drama de la muerte de Cristo y ha participado en la alegría de su resurrección. Y para poder comprender cada vez más el valor de las oraciones de sufragio por los muertos. ¡Están cerca de nosotros!. Ella nos apoya en nuestra peregrinación diaria en la tierra y nos ayuda a no perder de vista el objetivo final de la vida que es el Paraíso. Y nosotros con esta esperanza que no defrauda, ¡vamos a seguir adelante!. (P Francisco Ángelus, 2 noviembre 2014)
Reflexión
Amigo lector: permíteme que te haga una confidencia personal. ¿Sabes? A mí me gusta mucho meditar sobre la muerte. Y no por ser un tipo melancólico, pesimista o lunático, ni de carácter fúnebre o taciturno. Francamente no. Más bien, me considero una persona alegre y optimista, amante de la vida y de la aventura. Lo que sucede es que nos hemos acostumbrado a considerar la muerte como algo tétrico y negativo, y cuyo pensamiento debemos casi evitar a toda costa. Y, sin embargo, si tenemos una certeza absoluta en la vida es, precisamente, que todos vamos a morir.
Pero a mí, en lo personal, esta certeza no me atemoriza, para nada. Al contrario. Me hace pensar con inmenso regocijo y esperanza en el “más allá”, en lo que hay después de la muerte. Y también me ayuda a aprovechar mejor esta vida. Pero no para “pasarla bien”, sino para tratar de llenar mi alforja de buenos frutos para la vida eterna.
Alguien dijo: “Morir es sólo morir; morir es una hoguera fugitiva; es sólo cruzar una puerta y encontrar lo que tanto se buscaba. Es acabar de llorar, dejar el dolor y abrir la ventana a la Luz y a la Paz. Es encontrarse cara a cara con el Amor de toda la vida”.
Es verdad. Lo importante de la muerte no es lo que ella es en sí, sino lo que ella nos trae; no es el instante mismo del paso a la otra vida, sino la otra vida a la que ella nos abre paso. Para quienes tenemos fe, la muerte es sólo un suspiro, una sonrisa, un breve sueño; y para los que vivimos de la dichosa esperanza de una felicidad sin fin, que encontraremos al cruzar el umbral de la otra vida, ésta no es sino un ligero parpadeo y, al abrir los ojos, contemplar cara a cara a la Belleza misma; es exhalar el más exquisito perfume –el de nuestra alma, cuando abandone el cristal que la contiene— para iniciar la más hermosa aventura y gozar del Amor en persona… ¡ahora sí, para toda la eternidad! La muerte no debería llamarse “muerte”, sino “vida” porque es el inicio de la verdadera existencia.
El libro del Apocalipsis nos dice hermosamente que allí, en el cielo, después de la muerte “ya no habrá hambre, ni sed, ni calor alguno porque el Cordero que está en medio del trono, Jesús, los apacentará –a los que han entrado en la gloria— y los guiará a las fuentes de las aguas de la vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Ap 7, 16-17). Ya no habrá tristeza, ni dolor, ni sufrimiento, sino amor completo y dicha sin fin. ¿No es emocionante y apetecible?
Nuestra Madre, la Iglesia, nos ha enseñado a ver con ojos muy distintos la realidad de la muerte, a mirarla con gran serenidad y a aceptarla con paz y esperanza; incluso con alegría y regocijo –si es viva nuestra fe— porque aquel bendito día será el más glorioso de toda nuestra existencia: el de nuestro encuentro personal con Dios, el Amor que nuestro corazón reclama.
¡Claro!, sólo es posible hablar así cuando tenemos fe. Por eso, los santos se expresaban de ella –de la muerte— con un lenguaje desconcertante para el mundo. San Francisco de Asís la llamaba “hermana muerte”, y deseaba que llegara pronto. San Pablo afirmaba que para él la muerte era una ganancia porque así podría estar ya para siempre con el Señor (Fil 1, 21-23); y santa Teresa de Jesús también se consumía por el anhelo de que ésta no se demorara tanto en venir: “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero” –decía en uno de sus poemas místicos— que, en nuestro lenguaje común, podríamos traducirlo con un “me muero de ganas de morirme”. Y hallamos la misma experiencia en tantos otros santos y mártires, que veían en la muerte no precisamente un castigo o una maldición, sino el momento dichoso de su definitivo y eterno encuentro con el Señor.
Fue Jesucristo quien nos enseñó a ver así las cosas. Durante su vida pública muchas veces nos habló de este tema, y en el Evangelio encontramos páginas muy bellas que robustecen nuestra fe y alimentan nuestra esperanza. Como aquella parábola de las diez vírgenes, en la que nos exhorta a vivir “esperando la llegada del esposo” –o sea, de Cristo el Señor—. La parábola de los talentos, de las minas, de los invitados a la boda, del rico epulón y del pobre Lázaro y muchas otras enseñanzas tienen esta misma temática.
Y es que, si nos tomamos en serio esta meditación, la muerte nos enseña a vivir mejor y a valorar el poco tiempo del que disponemos para hacer méritos que perduren. Nos educa en la justa consideración de las cosas y de los bienes terrenos: a la luz de la eternidad aprendemos que todo es pasajero, relativo, accidental y caduco; y nos ayuda, en consecuencia, a no poner nuestro corazón y nuestras seguridades en cosas tan baladíes y efímeras. Nos da, en definitiva, la auténtica sabiduría, esa que no engaña y que nos hace vivir según la Verdad, que es Dios mismo.
Entonces, es muy saludable pensar de vez en cuando en la muerte. Y si la tenemos siempre presente en nuestra vida, tanto mejor. Ahora sí nos damos cuenta de que celebrar a los fieles difuntos tiene mucho sentido y de que, en vez de temer a la muerte, de rehuirla o de reírnos de ella, es mucho más provechoso aprender las lecciones de vida que ella nos ofrece.
Propósito
Ver con ojos muy distintos la realidad de la muerte, a mirarla con gran serenidad y a aceptarla con paz y esperanza; incluso con alegría y regocijo a través de la fe.
Rezar por nuestros difuntos para que estén disfrutando de la gloria de Dios.
Amigo lector: permíteme que te haga una confidencia personal. ¿Sabes? A mí me gusta mucho meditar sobre la muerte. Y no por ser un tipo melancólico, pesimista o lunático, ni de carácter fúnebre o taciturno. Francamente no. Más bien, me considero una persona alegre y optimista, amante de la vida y de la aventura. Lo que sucede es que nos hemos acostumbrado a considerar la muerte como algo tétrico y negativo, y cuyo pensamiento debemos casi evitar a toda costa. Y, sin embargo, si tenemos una certeza absoluta en la vida es, precisamente, que todos vamos a morir.
Pero a mí, en lo personal, esta certeza no me atemoriza, para nada. Al contrario. Me hace pensar con inmenso regocijo y esperanza en el “más allá”, en lo que hay después de la muerte. Y también me ayuda a aprovechar mejor esta vida. Pero no para “pasarla bien”, sino para tratar de llenar mi alforja de buenos frutos para la vida eterna.
Alguien dijo: “Morir es sólo morir; morir es una hoguera fugitiva; es sólo cruzar una puerta y encontrar lo que tanto se buscaba. Es acabar de llorar, dejar el dolor y abrir la ventana a la Luz y a la Paz. Es encontrarse cara a cara con el Amor de toda la vida”.
Es verdad. Lo importante de la muerte no es lo que ella es en sí, sino lo que ella nos trae; no es el instante mismo del paso a la otra vida, sino la otra vida a la que ella nos abre paso. Para quienes tenemos fe, la muerte es sólo un suspiro, una sonrisa, un breve sueño; y para los que vivimos de la dichosa esperanza de una felicidad sin fin, que encontraremos al cruzar el umbral de la otra vida, ésta no es sino un ligero parpadeo y, al abrir los ojos, contemplar cara a cara a la Belleza misma; es exhalar el más exquisito perfume –el de nuestra alma, cuando abandone el cristal que la contiene— para iniciar la más hermosa aventura y gozar del Amor en persona… ¡ahora sí, para toda la eternidad! La muerte no debería llamarse “muerte”, sino “vida” porque es el inicio de la verdadera existencia.
El libro del Apocalipsis nos dice hermosamente que allí, en el cielo, después de la muerte “ya no habrá hambre, ni sed, ni calor alguno porque el Cordero que está en medio del trono, Jesús, los apacentará –a los que han entrado en la gloria— y los guiará a las fuentes de las aguas de la vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Ap 7, 16-17). Ya no habrá tristeza, ni dolor, ni sufrimiento, sino amor completo y dicha sin fin. ¿No es emocionante y apetecible?
Nuestra Madre, la Iglesia, nos ha enseñado a ver con ojos muy distintos la realidad de la muerte, a mirarla con gran serenidad y a aceptarla con paz y esperanza; incluso con alegría y regocijo –si es viva nuestra fe— porque aquel bendito día será el más glorioso de toda nuestra existencia: el de nuestro encuentro personal con Dios, el Amor que nuestro corazón reclama.
¡Claro!, sólo es posible hablar así cuando tenemos fe. Por eso, los santos se expresaban de ella –de la muerte— con un lenguaje desconcertante para el mundo. San Francisco de Asís la llamaba “hermana muerte”, y deseaba que llegara pronto. San Pablo afirmaba que para él la muerte era una ganancia porque así podría estar ya para siempre con el Señor (Fil 1, 21-23); y santa Teresa de Jesús también se consumía por el anhelo de que ésta no se demorara tanto en venir: “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero” –decía en uno de sus poemas místicos— que, en nuestro lenguaje común, podríamos traducirlo con un “me muero de ganas de morirme”. Y hallamos la misma experiencia en tantos otros santos y mártires, que veían en la muerte no precisamente un castigo o una maldición, sino el momento dichoso de su definitivo y eterno encuentro con el Señor.
Fue Jesucristo quien nos enseñó a ver así las cosas. Durante su vida pública muchas veces nos habló de este tema, y en el Evangelio encontramos páginas muy bellas que robustecen nuestra fe y alimentan nuestra esperanza. Como aquella parábola de las diez vírgenes, en la que nos exhorta a vivir “esperando la llegada del esposo” –o sea, de Cristo el Señor—. La parábola de los talentos, de las minas, de los invitados a la boda, del rico epulón y del pobre Lázaro y muchas otras enseñanzas tienen esta misma temática.
Y es que, si nos tomamos en serio esta meditación, la muerte nos enseña a vivir mejor y a valorar el poco tiempo del que disponemos para hacer méritos que perduren. Nos educa en la justa consideración de las cosas y de los bienes terrenos: a la luz de la eternidad aprendemos que todo es pasajero, relativo, accidental y caduco; y nos ayuda, en consecuencia, a no poner nuestro corazón y nuestras seguridades en cosas tan baladíes y efímeras. Nos da, en definitiva, la auténtica sabiduría, esa que no engaña y que nos hace vivir según la Verdad, que es Dios mismo.
Entonces, es muy saludable pensar de vez en cuando en la muerte. Y si la tenemos siempre presente en nuestra vida, tanto mejor. Ahora sí nos damos cuenta de que celebrar a los fieles difuntos tiene mucho sentido y de que, en vez de temer a la muerte, de rehuirla o de reírnos de ella, es mucho más provechoso aprender las lecciones de vida que ella nos ofrece.
Propósito
Ver con ojos muy distintos la realidad de la muerte, a mirarla con gran serenidad y a aceptarla con paz y esperanza; incluso con alegría y regocijo a través de la fe.
Rezar por nuestros difuntos para que estén disfrutando de la gloria de Dios.