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lunes, 15 de septiembre de 2014
Los Santos de hoy lunes 15 de septiembre de 2014
MARÍA, LA VIRGEN DOLOROSA
Autor: P. Marcelino de Andrés | Fuente: Catholic.net
María, la Virgen dolorosa
Cuánto admiramos a la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber amado como amó. ¡Cómo quisiéramos ser como Ella!
María, la Virgen dolorosa
El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a nosotros. Es compañero inseparable de nuestro peregrinar por esta vida terrena. Antes o después aparece por el camino de nuestra existencia y se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.
El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.
Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus padecimientos. Y sobre todo, apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió vivirlos como lo hizo.
El dolor ante las palabras de Simeón.
El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”.
María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le dijese con relación a su Hijo iba muy en serio. Ya bastantes signos había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se habían verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del sabio Simeón.
Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta cuando se nos pronostica algo que nos va a costar horrores. Como cuando nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o la muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes presagios.
Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el desasosiego, la desesperación. En lo profundo de su alma seguía reinando la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.
Para nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos. Cristo nos pidió como condición de su seguimiento el negarse a uno mismo y el tomar la propia cruz cada día. Nos prometió persecuciones por causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal por ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos insultarían y despreciarían; que nos darían muerte. ¡Qué importante es, ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra Madre! El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se echa atrás ante la cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios con decisión y entereza, con amor.
El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.
María debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey Herodes. La matanza de los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad? Ella también era madre. Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además, seguramente, María conocía a muchos de esos pequeñines. Conocía a sus madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que murieron X personas en un atentado en Medio Oriente, a cuando te comunican que han matado a uno o varios amigos y conocidos tuyos... Entonces la cosa cambia.
A lo mejor hasta María se sintió un poco culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá comprendió que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por aquellos pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente de María surgió la eterna pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso la respuesta podría ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca de Herodes...?
Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento, que no le era ajeno (eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su propio padecer.
También nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno. Compadecerse. Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con razón- “si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un poco de consuelo y también de rezar por los que sufren.
El dolor de haber perdido al Niño.
¡Cómo sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por la incertidumbre. ¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo? ¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado un coche? ¿lo habrán raptado? ¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso pasaría por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún pariente de Herodes que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su amor por sus hijos...
Pues imaginemos a María. La más sensible de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y resulta que no encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla terriblemente. Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha extraviado el Mesías. Se le ha perdido Dios... ¡Qué apuro el de María!
¡Qué tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá dormido María esos días? Seguro que no. Desde luego que no durmió. ¿Cómo va a dormir una madre que tiene perdido a su hijo? Pero sí rezó y mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor porque era Dios el que permitía esa situación.
No termina todo aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior. La incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me buscabais...?” ¡Qué efecto habrán causado esas palabras en el corazón de su Madre, María...!
Tratemos de meternos en el corazón de una madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan tres días y tres noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente, lo encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata intelectual de Jerusalén, dándoles unas lecciones de catecismo y de Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...
Es verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien! ¡por fin lo hemos encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio, María tuvo la reacción normal de una madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?” (se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y por otra parte, asegura el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.
Y María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no dijo nada. Lo sufrió todo en su corazón y lo llevó todo a la oración. Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a comprender que Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría un día la inevitable separación...
A veces en nuestra vida puede sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde. “Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego. Sí, a veces Dios nos prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que María. Buscarlo sin descanso. Sufrir con paciencia y confianza. Orar. Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla, volverá a aparecer.
Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con quién deberíamos ir. Dejamos de lado a Cristo. Nos escondemos de El. Nos sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras cosillas. Y, claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a Cristo, teniendo nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo. Volver a mirarlo y ponerse a amarlo de nuevo.
El dolor de la separación y la primera soledad.
Llegó el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de experiencias inolvidables, vividos en ese ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano de Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega mutua, amor. Treinta años de familia unida y maravillosa.
¡Qué momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...! Fue temprano. Muy de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró de lo que estaba ocurriendo. Pocas palabras. Abundantes e intensos sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...”
Todos hemos intuido lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...
María volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al entrar, fue la primera vez que sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían en la casa otros pasos que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella misma lo moviese.
La soledad es una de las penas más profundas de los seres humanos, pues hemos nacido para vivir en compañía de los demás. ¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo y por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del Viernes Santo y duró mucho más...
María también supo vivir ese sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios. Ofreciéndolo por ese Hijo suyo que comenzaba su vida pública y que tanto iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.
Necesitamos, como María, ser fuertes en la soledad y en las despedidas. Fuertes por el amor que hace llevadero todo sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes por la oración y el ofrecimiento.
El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.
La tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino del calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una madre! ¿Lo habremos meditado y contemplado lo suficiente?
¡Que fortaleza interior la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su Jesús camino del calvario (eso hubiera quebrado el ánimo a muchas madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era más fuerte que el miedo al dolor atroz que le producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús. Ella tenía conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor se hendiría despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte de su propio Hijo. No se esconde para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y en pie.
Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y Madre. Ese cruzarse silencioso de miradas. Ese vaivén intensísimo de dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían esos dos corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el querer de Dios con una confianza en Él tan infinita y profunda como su mismo dolor.
Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis. No suframos sin sentido, con mera resignación. Busquemos, por la cuesta de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María, nuestra Madre. Ahí estará Ella siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y dispuesta a consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”.
María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.
El dolor de la muerte de su Hijo.
Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve morir en esas circunstancias...
Nunca podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su corazón de Madre el contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía perfectamente quién era Él. Ella que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la nefanda tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de la manos de sus verdugos. Ella, que en último término habría preferido suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y sufrir, y obedecer. Esa era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie ante la cruz, María repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias, “hágase tu voluntad”.
¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande que el de dar la propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor más grande. Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:
“... porque el padecer, el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del sacrificio. El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. La más alta cumbre del amor, cuando, por ejemplo, se trata de una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la vida del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso semejante, jamás lengua humana podrá decirlo; compréndese únicamente que, para recompensar sacrificios tales, no será demasiado darles una dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).
Son una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de esa cumbre, el ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún. ¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué son nuestras ridículas cruces frente a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces nuestro amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!
Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.
Otra escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba su muerte. No cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era el Hijo del Altísimo. Él, que era el Salvador de Israel. Él, cuyo reino no tendría fin. Él, que era la Vida. Él está muerto.
Dura prueba para la fe de María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca que amenazaba apagar la llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se extinguió. Siguió encendida y luminosa.
¡Qué fuerte es María! Es la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a Ella que aumenta nuestra fe. Que la proteja para que no sucumba ante las tempestades que nos asaltan en la vida amenazando aniquilarla.
El dolor de una nueva soledad.
¡Qué días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no estaba perdido. Estaba muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la soledad tremenda que deja la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.
Así la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...”
Pero ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante esa nueva manifestación incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.
Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura.
NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES, 15 DE SETIEMBRE
Autor: Tere Fernández | Fuente: catholic.net
Nuestra Señora de los Dolores
Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares, 15 de septiembre
Nuestra Señora de los Dolores
Memoria de Nuestra Señora de los Dolores, que de pie junto a la cruz de Jesús, su Hijo, estuvo íntima y fielmente asociada a su pasión salvadora. Fue la nueva Eva, que por su admirable obediencia contribuyó a la vida, al contrario de lo que hizo la primera mujer, que por su desobediencia trajo la muerte.
Los Evangelios muestran a la Virgen Santísima presente, con inmenso amor y dolor de Madre, junto a la cruz en el momento de la muerte redentora de su Hijo, uniéndose a sus padecimientos y mereciendo por ello el título de Corredentora.
La representación pictórica e iconográfica de la Virgen Dolorosa mueve el corazón de los creyentes a justipreciar el valor de la redención y a descubrir mejor la malicia del pecado.
Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares.
Un poco de historia
Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares. La fiesta de nuestra Señora de los Dolores se celebra el 15 de septiembre y recordamos en ella los sufrimientos por los que pasó María a lo largo de su vida, por haber aceptado ser la Madre del Salvador.
Este día se acompaña a María en su experiencia de un muy profundo dolor, el dolor de una madre que ve a su amado Hijo incomprendido, acusado, abandonado por los temerosos apóstoles, flagelado por los soldados romanos, coronado con espinas, escupido, abofeteado, caminando descalzo debajo de un madero astilloso y muy pesado hacia el monte Calvario, donde finalmente presenció la agonía de su muerte en una cruz, clavado de pies y manos.
María saca su fortaleza de la oración y de la confianza en que la Voluntad de Dios es lo mejor para nosotros, aunque nosotros no la comprendamos.
Es Ella quien, con su compañía, su fortaleza y su fe, nos da fuerza en los momentos de dolor, en los sufrimientos diarios. Pidámosle la gracia de sufrir unidos a Jesucristo, en nuestro corazón, para así unir los sacrificios de nuestra vida a los de Ella y comprender que, en el dolor, somos más parecidos a Cristo y somos capaces de amarlo con mayor intensidad.
¿Que nos enseña la Virgen de los Dolores?
La imagen de la Virgen Dolorosa nos enseña a tener fortaleza ante los sufrimientos de la vida. Encontremos en Ella una compañía y una fuerza para dar sentido a los propios sufri-mientos.
Cuida tu fe:
Algunos te dirán que Dios no es bueno porque permite el dolor y el sufrimiento en las personas. El sufrimiento humano es parte de la naturaleza del hombre, es algo inevitable en la vida, y Jesús nos ha enseñado, con su propio sufrimiento, que el dolor tiene valor de salvación. Lo importante es el sentido que nosotros le demos.
Debemos ser fuertes ante el dolor y ofrecerlo a Dios por la salvación de las almas. De este modo podremos convertir el sufrimiento en sacrificio (sacrum-facere = hacer algo sagrado). Esto nos ayudará a amar más a Dios y, además, llevaremos a muchas almas al Cielo, uniendo nuestro sacrificio al de Cristo.
Oración:
María, tú que has pasado por un dolor tan grande y un sufrimiento tan profundo, ayúdanos a seguir tu ejemplo ante las dificultades de nuestra propia vida.
domingo, 14 de septiembre de 2014
EL EVANGELIO DE HOY: DOMINGO 14 DE SEPTIEMBRE DEL 2014
Autor: P. Sergio A. Cordova LC | Fuente: Catholic.net ¿Perdonar? ¿Y cómo se come eso?... | |||
Mateo 18, 21-35. Tiempo Ordinario. El perdón no es una cuestión de sentimientos, sino de voluntad. Lo importante es querer perdonar. | |||
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Los Santos de hoy domingo 14 de septiembre de 2014
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LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ, FIESTA, 14 DE SEPTIEMBRE
Autor: evangeliodeldia.org | Fuente: Catholic.net
Exaltación de la Santa Cruz
Fiesta, 14 de septiembre
Exaltación de la Santa Cruz
Fiesta
Hacia el año 320 la Emperatriz Elena de Constantinopla encontró la Vera Cruz, la cruz en que murió Nuestro Señor Jesucristo, La Emperatriz y su hijo Constantino hicieron construir en el sitio del descubrimiento la Basílica del Santo Sepulcro, en el que guardaron la reliquia.
Años después, el rey Cosroes II de Persia, en el 614 invadió y conquistó Jerusalén y se llevó la Cruz poniéndola bajo los pies de su trono como signo de su desprecio por el cristianismo. Pero en el 628 el emperador Heraclio logró derrotarlo y recuperó la Cruz y la llevó de nuevo a Jerusalén el 14 de septiembre de ese mismo año. Para ello se realizó una ceremonia en la que la Cruz fuellevada en persona por el emperador a través de la ciudad. Desde entonces, ese día quedó señalado en los calendarios litúrgicos como el de la Exaltación de la Vera Cruz.
El cristianismo es un mensaje de amor. ¿Por qué entonces exaltar la Cruz? Además la Resurrección, más que la Cruz, da sentido a nuestra vida.
Pero ahí está la Cruz, el escándalo de la Cruz, de San Pablo. Nosotros no hubiéramos introducido la Cruz. Pero los caminos de Dios son diferentes. Los apóstoles la rechazaban. Y nosotros también.
La Cruz es fruto de la libertad y amor de Jesús. No era necesaria. Jesús la ha querido para mostrarnos su amor y su solidaridad con el dolor humano. Para compartir nuestro dolor y hacerlo redentor.
Jesús no ha venido a suprimir el sufrimiento: el sufrimiento seguirá presente entre nosotros. Tampoco ha venido para explicarlo: seguirá siendo un misterio. Ha venido para acompañarlo con su presencia. En presencia del dolor y muerte de Jesús, el Santo, el Inocente, el Cordero de Dios, no podemos rebelarnos ante nuestro sufrimiento ni ante el sufrimiento de los inocentes, aunque siga siendo un tremendo misterio.
Jesús, en plena juventud, es eliminado y lo acepta para abrirnos el paraíso con la fuerza de su bondad: "En plenitud de vida y de sendero dio el paso hacia la muerte porque El quiso. Mirad, de par en par, el paraíso, abierto por la fuerza de un Cordero" (Himno de Laudes).
En toda su vida Jesús no hizo más que bajar: en la Encarnación, en Belén, en el destierro. Perseguido, humillado, condenado. Sólo sube para ir a la Cruz. Y en ella está elevado, como la serpiente en el desierto, para que le veamos mejor, para atraernos e infundirnos esperanza. Pues Jesús no nos salva desde fuera, como por arte de magia, sino compartiendo nuestros problemas. Jesús no está en la Cruz para adoctrinarnos olímpicamente, con palabras, sino para compartir nuestro dolor solidariamente.
Pero el discípulo no es de mejor condición que el maestro, dice Jesús. Y añade: "El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y me siga". Es fácil seguir a Jesús en Belén, en el Tabor. ¡Qué bien estamos aquí!, decía Pedro. En Getsemaní se duerme, y, luego le niega.
"No se va al cielo hoy ni de aquí a veinte años. Se va cuando se es pobre y se está crucificado" (León Bloy). "Sube a mi Cruz. Yo no he bajado de ella todavía" (El Señor a Juan de la Cruz). No tengamos miedo. La Cruz es un signo más, enriquece, no es un signo menos. El sufrir pasa, el haber sufrido -la madurez adquirida en el dolor- no pasa jamás. La Cruz son dos palos que se cruzan: si acomodamos nuestra voluntad a la de Dios, pesa menos. Si besamos la Cruz de Jesús, besemos la nuestra, astilla de la suya.
Es la ambigüedad del dolor. El que no sufre, queda inmaduro. El que lo acepta, se santifica. El que lo rechaza, se amarga y se rebela.
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La Exaltación de la Santa Cruz
Himno (laudes)
Brille la cruz del Verbo luminosa,
Brille como la carne sacratísima
De aquel Jesús nacido de la Virgen
Que en la gloria del Padre vive y brilla.
Gemía Adán, doliente y conturbado,
Lágrimas Eva junto a Adán vertía;
Brillen sus rostros por la cruz gloriosa,
Cruz que se enciende cuándo el Verbo expira.
¡ Salve cruz de los montes y caminos,
junto al enfermo suave medicina,
regio trono de Cristo en las familias,
cruz de nuestra fe, salve, cruz bendita!
Reine el señor crucificado,
Levantando la cruz donde moría;
Nuestros enfermos ojos buscan luz,
Nuestros labios, el río de la vida.
Te adoramos, oh cruz que fabricamos,
Pecadores, con manos deicidas;
Te adoramos, ornato del Señor,
Sacramento de nuestra eterna dicha. Amén
ORACIÓN
. Señor, Dios nuestro, que has querido salvar a los hombres por medio de tu Hijo muerto en la cruz, te pedimos, ya que nos has dado a conocer en la tierra la fuerza misteriosa de la Cruz de Cristo, que podamos alcanzar en el cielo los frutos de la redención. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.-
Himno (vísperas)
Las banderas reales se adelantan
Y las cruz misteriosa en ellas brilla:
La cruz en que la vida sufrió muerte
Y en que, sufriendo muerte, nos dio vida.
Ella sostuvo el sacrosanto cuerpo
Que, al ser herido por la lanza dura,
Derramó sangre y agua en abundancia
Para lavar con ellas nuestras culpas.
En ella se cumplió perfectamente
Lo que David profetizó en su verso,
Cuándo dijo a los pueblos de la tierra:
“ Nuestro Dios reinará desde un madero”.
¡Árbol lleno de luz, árbol hermoso,
árbol hornado con la regia púrpura
y destinado a que su tronco digno
sintiera el roce de la carne pura!
¡Dichosa cruz que con tus brazos firmes,
en que estuvo colgado nuestro precio,
fuiste balanza para el cuerpo santo
que arrebató su presa a los infiernos!
A ti, que eres la única esperanza,
Te ensalzamos, oh cruz, y te rogamos
Que acrecientes la gracia de los justos
Y borres los delitos de los malos.
Recibe, oh Trinidad, fuente salubre
La alabanza de todos los espíritus,
Y tú que con tu cruz nos das el triunfo,
Añádenos el premio, oh Jesucristo. Amén
SAN MATERNO, OBISPO, 14 DE SEPTIEMBRE
Autor: Xavier Villalta Materno Santo | |||||
Obispo, 14 de septiembre | |||||
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sábado, 13 de septiembre de 2014
EL EVANGELIO DE HOY: SÁBADO 13 DE SEPTIEMBRE DEL 2014
Autor: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net Edificar sobre roca | |||
Lucas 6, 43-49. Tiempo Ordinario. Comienza a edificar sobre Su roca y deja que El arregle las cosas que a ti no te salen. | |||
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