| 
                                            
 
                                              | 
 
|  |  
| Nuestra Señora de Montserrat |  
Patrona de CataluñaLa montaña de Montserrat, en Cataluña, famosa entre 
las montañas por su rara configuración, ha sido desde tiempos 
remotos uno de los lugares escogidos por la Santísima Virgen 
para manifestar su maternal presencia entre los hombres. Bajo la 
advocación plurisecular de Santa María de Montserrat, la Madre de 
Dios y Madre de la Iglesia ha dispensado sus bendiciones 
sobre los devotos de todo el mundo que a Ella 
han acudido a través de los siglos. Pero su maternidad 
se ha dejado sentir más particularmente, desde los pequeños orígenes 
de la devoción y en todas las épocas de su 
desarrollo, sobre las tierras presididas por la montaña que levanta 
su extraordinaria mole en el mismo corazón geográfico de Cataluña. 
Con razón, pues, la Iglesia, por boca de León XIII, 
ratificando una realidad afirmada por la historia de numerosas generaciones, 
proclamó a Nuestra Señora de Montserrat como Patrona de las 
diócesis catalanas, señalando. asimismo una especial solemnidad litúrgica para honrar 
a la Santísima Virgen y darle gracias por todos sus 
beneficios bajo esta su peculiar advocación.
 Aunque la devoción 
a la Virgen Santísima en Montserrat sea, con toda verosimilitud, 
bastante más antigua, consta, por lo menos, históricamente que en 
el siglo IX existía en la montaña una ermita dedicada 
a Santa María. El padre de la patria Wifredo el 
Velloso la cede, junto con otras tres ermitas de Montserrat, 
al monasterio de Santa María de Ripoll. Será un gran 
prelado de este monasterio, figura señera de la Iglesia de 
su tiempo, el abad Oliva, quien siglo y medio después, 
estableciendo una pequeña comunidad monástica junto a la ermita de 
Santa María, dará a la devoción el impulso que la 
habrá de llevar a la gran expansión futura.
 
 El 
culto a Santa María en Montserrat queda concretado bien pronto 
en una imagen. La misma que veneramos hoy. La leyenda 
dice que San Lucas la labró con los instrumentos del 
taller de San José, teniendo como modelo a la misma 
Madre de Jesús, y que San Pedro la trasladó a 
Barcelona. Escondida por los cristianos, ante la invasión de los 
moros, en una cueva de la montaña de Montserrat, fue 
milagrosamente hallada en los primeros tiempos de la Reconquista y 
también maravillosamente dio origen a la iglesia y monasterio que 
se erigieron para cobijarla. En realidad, Santa María de Montserrat 
es una hermosa talla románica del siglo XII. Dorada y 
policromada, se presenta sentada sobre un pequeño trono en actitud 
hierática de realeza, teniendo al Niño sobre sus rodillas, protegido 
por su mano izquierda, mientras en la derecha sostiene una 
esfera. El Niño levanta la diestra en acto de bendecir 
y en su izquierda sostiene una piña. Rostro y manos 
de las dos figuras ofrecen la particularidad de su color 
negro, debido en buena parte, según opinión de los historiadores, 
al humo de las velas y lámparas ofrecidas por los 
devotos en el transcurso de varios siglos. Así es como 
la Virgen de Montserrat se cuenta entre las más señaladas 
Vírgenes negras y recibe de los devotos el apelativo cariñoso 
de Moreneta.
 
 Presidida por esta imagen, la devoción a 
Santa María de Montserrat se extendió rápidamente por las tierras 
de Cataluña y, llevada por la fama de los milagros 
que se obraban en la montaña, alcanzó bien pronto a 
otros puntos de la Península y se divulgó por el 
centro de Europa. Las conquistas de la corona catalano-aragonesa la 
difunden hacia Oriente, estableciéndola sobre todo firmemente en Italia, en 
donde pasan de ciento cincuenta las iglesias y capillas que 
se dedicaron a la Virgen negra. Más tarde el descubrimiento 
de América y el apogeo del imperio hispánico la extienden 
y consolidan en el mundo entonces conocido. No sólo se 
dedican a Nuestra Señora de Montserrat las primeras iglesias del 
Nuevo Mundo, no sólo se multiplican allí los templos, altares, 
monasterios e incluso poblaciones a Ella dedicados, sino que la 
advocación mariana de la montaña sigue también los grandes caminos 
de Europa y llega, por ejemplo, hasta presidir la capilla 
palatina de la corte vienesa del emperador. Si para España, 
en los momentos de su plenitud histórica, la Virgen morena 
de Montserrat es la Virgen imperial que preside sus empresas 
y centra sus fervores marianos, la misma advocación de Santa 
María de Montserrat. se presenta en la historia de la 
piedad mariana como la primera advocación de origen geográfico que 
alcanza, con las proporciones de la época, un renombre universal.
 
 Es interminable la sucesión de personalidades señaladas por la 
devoción a Santa María de Montserrat. Los santos la visitan 
en su santuario: San Juan de Mata, San Pedro Nolasco, 
San Raimundo de Peñafort, San Vicente Ferrer, San Luis Gonzaga, 
San Francisco de Borja, San José de Calasanz, San Benito 
Labre, el Beato Diego de Cádiz, San Antonio María Claret, 
y sobre todo San Ignacio de Loyola, convertido en capitán 
del espíritu a los pies de la Virgen negra. Los 
monarcas y los poderosos suben también a honrarla en su 
montaña: después del paso de todos los reyes de la 
corona catalano-aragonesa, con sus dignatarios y con sus casas nobles, 
el emperador Carlos V visita Montserrat no menos de nueve 
veces y Felipe II, igualmente devoto de Santa María, se 
complace en la conversación con sus monjes y sus ermitaños. 
Es conocida la muerte de ambos monarcas sosteniendo en su 
mano vacilante la vela bendecida de Nuestra Señora de Montserrat. 
Los papas se sienten atraídos por la fama de los 
milagros y el fervor de las multitudes y colman de 
privilegios al santuario y a su Cofradía. Esa agrupación devota, 
instituida ya en el siglo XIII para prolongar con sus 
vínculos espirituales la permanencia de los fieles en Montserrat, constituye 
uno de los principales medios para la difusión del culto 
a la Virgen negra de la montaña, hasta llegar a 
la recobrada pujanza de nuestros días. Las más diversas poblaciones 
tienen actualmente sus iglesias, capillas o altares dedicados a Nuestra 
Señora de Montserrat, desde Roma a Manila o Tokio, por 
ejemplo, pasando al azar por París, Lourdes, Buenos Aires, Jerusalén, 
Bombay, Nueva York, Florencia, Tánger, Praga, Montevideo o Viena. Los 
poetas y literatos de todos los tiempos forman también en 
la sucesión de devotos de Santa María de Montserrat: Alfonso 
el Sabio la dedica varias cantigas, el canciller de Ayala, 
Cervantes, Lope de Vega, Goethe, Schiller, Mistral, con los escritores 
catalanes en su totalidad, cantan las glorias de la Moreneta, 
de su santuario, de su montaña. Familias distinguidas y humildes 
devotos se honran en ofrecer sus donativos a la Virgen, 
para sostener la tradicional magnificencia de su culto, atendido desde 
los orígenes por los monjes benedictinos, y para cooperar al 
crecimiento y esplendor de la devoción. Es ésta una bella 
constante de la historia de Montserrat, desde las antiguas donaciones 
consignadas en los documentos más primitivos, pasando por el trono 
de catorce arrobas de plata ofrendado por la familia de 
los Cardona y el retablo policromado del altar mayor que 
costeó la munificencia de Felipe II, hasta el trono y 
la campana mayor de nuestros días, sufragados por fervorosa suscripción 
popular. También las familias devotas de todas las épocas han 
tenido un verdadero honor en que sus hijos consagraran los 
años de la niñez al servicio de Santa María, encuadrados 
en la famosa Escolanía o agrupación de niños cantores consagrados 
al culto, importante asimismo por la escuela tradicional de canto 
y composición que forman sus maestros, existente ya con seguridad 
en el siglo XIII y probablemente tan antigua como el 
santuario. Con sus actuaciones musicales, siempre tan admiradas, en la 
liturgia de Montserrat esos niños constituyen una de las notas 
más típicas e inseparables de la devoción a la Virgen 
negra, a cuya imagen aparecen íntimamente unidos en la realidad 
de su propia vida como en el sencillo simbolismo de 
las antiguas estampas y las modernas pinturas de Nuestra Señora 
de Montserrat.
 
 A lo largo de más de mil 
años de historia, en el despliegue de un conjunto tan 
singular como el que forma la montaña con la ermita 
inicial, con el santuario y con el monasterio, la Santísima 
Virgen, en su advocación de Montserrat, ha recibido el culto 
de las generaciones y ha dispensado sus gracias, sensibles o 
tal vez ocultas, a quienes la han invocado con fervor. 
Hoy como nunca suben numerosas multitudes a Montserrat. Peregrinos en 
su mayoría, pero también no pocos movidos por respetuosa curiosidad. 
El lugar exige un viaje ex profeso, pero las estadísticas 
hablan de cifras que cada vez se acercan más al 
millón anual y que en un solo día pueden redondear 
fácilmente los diez o doce mil, con un porcentaje siempre 
acentuado de visitantes extranjeros. En Montserrat encuentran una montaña sorprendente, 
maravillosa por su configuración peculiar. Encuentran un santuario que les 
ofrece ciertos tesoros artísticos y humildes valores de espiritualidad humana 
y sobrenatural. Encuentran la magnificencia del culto litúrgico de la 
Iglesia, servido por una comunidad de más de ciento cincuenta 
monjes que consagran su vida a la búsqueda de Dios, 
a la asistencia de los mismos fieles, a la labor 
científica y cultural, a los trabajos artísticos. Hijos de San 
Benito, esos monjes oran, trabajan y se santifican santificando, esforzándose 
por corresponder a las justas exigencias del pueblo fiel, que 
confía en su intercesión y busca en ellos una orientación 
para la vida espiritual y también humana. Por su unión 
íntima con el monasterio, en fin, el santuario aparece caracterizado 
como el santuario del culto solemne, del canto de los 
monjes y especialmente de los niños; pero sobre todo como 
el santuario de la participación viva de los fieles en 
la liturgia, o, resumiendo la idea con frase expresiva, como 
el santuario del misal.
 
 Todo esto encuentra el peregrino 
en Montserrat. Pero por encima de todas esas manifestaciones, y 
en el fondo de todas ellas, encuentra a la Santísima 
Virgen, la cual, como en tantos otros lugares de la 
tierra, aunque siempre con un matiz particular y distinto, ha 
querido hacerse presente en Montserrat.
 
 En 1881 fue coronada 
canónicamente la imagen de Nuestra Señora de Montserrat. Era la 
primera en España que recibía esta distinción. El mismo León 
XIII la señalaba como Patrona de las diócesis catalanas y 
concedía a su culto una especial solemnidad con misa y 
oficio propios. Hasta entonces la fiesta principal del santuario había 
sido la de la Natividad de Nuestra Señora, el 8 
de septiembre. En realidad, esta solemne fiesta no debía perder 
su tradicional significación. Todavía hoy conserva su carácter como de 
fiesta mayor, popular, del santuario. Pero una nueva festividad, con 
característica de patronal, venía a honrar expresamente a la Santísima 
Virgen en su advocación de Montserrat. Es la fiesta que 
no puede dejar de celebrar hoy todo buen devoto de 
la Virgen negra. Situada al principio como fiesta variable en 
el mes de abril, después de una breve fluctuación quedó 
fijada para el día 27. El misterio que la preside 
es el de la Visitación. En verdad, la Santísima Virgen 
visita en la montaña a los que acuden a venerarla 
y, como pide la oración de la solemnidad, les dispone 
para llegar a la Montaña que es Jesucristo.
 |  |