Del santo Evangelio según san Marcos 9, 2-10
Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: «Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías»; pues no sabía qué responder ya que estaban atemorizados. Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: «Este es mi Hijo amado, escuchadle.» Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Y cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos observaron esta recomendación, discutiendo entre sí qué era eso de «resucitar de entre los muertos.
Oración introductoria
Jesús, ¡qué a gusto me siento contigo en la oración! Tontería de mi parte es no acrecentar estos momentos en que puedo experimentar tu presencia. Te suplico que me lleves contigo al monte de la oración, ayúdame a guardar silencio para escuchar tu voz y salir de este encuentro dispuesto a transformar mi vida.
Petición
Dios Padre, ayúdame a no dejarme encandilar por lo exterior y pasajero de esta vida.
Meditación del Papa Benedicto XVI
La Transfiguración no es un cambio de Jesús, sino que es la revelación de su divinidad, la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en pura luz. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. Pedro, Santiago y Juan, contemplando la divinidad del Señor, son preparados para afrontar el escándalo de la cruz, como se canta en un antiguo himno: "En el monte te transfiguraste y tus discípulos, en cuanto eran capaces, contemplaron tu gloria, para que, viéndote crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tu eres verdaderamente el esplendor del Padre".
Queridos amigos, participemos también nosotros de esta visión y de este don sobrenatural, dando espacio a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios. Además, especialmente en este tiempo de Cuaresma, os exhorto, como escribe el Siervo de Dios Pablo VI, "a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida cotidiana". Invoquemos a la Virgen María, para que nos ayude a escuchar y seguir siempre al Señor Jesús, hasta la pasión y la cruz, para participar también en su gloria. (Benedicto XVI, 20 de marzo de 2011).
Reflexión
¿Has tenido alguna vez en tus manos un diamante o una perla preciosa? Brilla por todas las partes por donde la mires. Pues así es el Evangelio de hoy.
Podríamos mirarlo desde muchísimos ángulos y descubriríamos una belleza y un brillo muy singular en cualquier dirección. Pero hoy tenemos que contentarnos con una sola mirada.
La semana pasada meditábamos en la realidad del desierto como imagen y camino de la vida cristiana. Hoy, el Evangelio nos ofrece un escenario distinto, pero que es como otro símbolo paradigmático de nuestro itinerario cuaresmal: la montaña.
En el lenguaje bíblico y espiritual, la montaña, al igual que el desierto, es un lugar privilegiado para la oración y para el encuentro personal con Dios. El Sinaí, el Horeb, el Tabor son nombres de las montañas más sagradas que nos recuerda la Biblia. En ellas tuvieron lugar acontecimientos decisivos del diálogo de Dios con los hombres. Eventos de alianza, de salvación, de revelación divina y de redención.
En el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel ofrecía sacrificios a Yahvéh en la cima de las montañas: Abraham, en la tierra de Moriáh, sube a un monte para ofrecer a Dios en sacrificio a su hijo Isaac; el Horeb es el lugar elegido por Dios para manifestarse a Moisés y luego también a Elías; en el monte Garizín los israelitas solían adorar y elevar oraciones al Señor. Los mismos paganos preferían los picachos y las cumbres de los montes para ofrecer allí el incienso a sus dioses. Y en nuestras culturas americanas nos basta sólo recordar ciudades sagradas como Machu-Pichu o Tajín, o las elevadas cumbres de las pirámides para comprobar su predilección por los lugares altos para sus sacrificios. Lo mismo sucede en la espiritualidad cristiana oriental y occidental de todos los tiempos: sobre las montañas se yerguen grandes monasterios, abadías, templos, ermitas y santuarios: Subiaco, Montecassino, el monte Athos, el monte Carmelo, el cerro del Cubilete, el Cristo del Corcovado y una infinidad más de lugares santos.
Jesucristo nuestro Señor también solía ir al monte a orar, en donde pasaba noches enteras a solas con su Padre. Quiso escoger un monte para anunciar la carta magna de su Evangelio: las bienaventuranzas; en el monte de los Olivos sufrió aquellas horas terribles de su agonía, y en la cima de un pequeño montículo derramó la última gota de su sangre para redimirnos: el Calvario. Y, una vez resucitado, escogió también un monte, en Galilea, para despedirse de sus discípulos antes de ascender al cielo.
La montaña, al igual que el desierto, es un lugar de silencio, de soledad, de apartamiento del mundo y de las cosas de la tierra. Exige un esfuerzo fatigoso de "subida" hacia Dios. Allí arriba se está más cerca del cielo. Quizá por eso nuestro Señor quiso escoger también una montaña para realizar los eventos maravillosos de su transfiguración: el Tabor.
Jesús sube con Pedro, Santiago y Juan a la cima de la montaña. Y allí -nos dice el Evangelio- "se transfiguró delante de ellos". ¡Quién pudiera haber estado en ese momento con Cristo! ¿Qué fue lo que vieron, lo que experimentaron, lo que oyeron esos tres discípulos predilectos en esos momentos dichosos? ¡Fueron testigos presenciales de la gloria de Dios! Sí. Vieron a Cristo en todo el resplandor y en la belleza de su divinidad. Por unos instantes Jesús dejó brillar toda la pureza y hermosura de su condición de Hijo de Dios. Como hombre, siempre mantuvo oculta su divinidad. Ahora es como si dejara “explotar” toda su gloria de Dios por unos segundos. No hay palabras para expresarlo. Era mucho más que un éxtasis o cualquier otra revelación. Era un arrebato momentáneo al cielo. Era... ¡el paraíso en la tierra! Por eso Pedro no se contiene y, extasiado: "Maestro –exclama– ¡qué bien se está aquí!". Y quiere de pronto hacer tres tiendas, para quedarse para siempre en ese lugar bienaventurado.
"Y enseguida se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Jesús". Los representantes máximos de la Ley y los Profetas se presentan al lado de Cristo, en quien toda la revelación divina llega a su culmen y a su perfección. Ellos, los más grandes del pueblo elegido, vienen a rendir veneración a Cristo y a dar testimonio de Él como Mesías e Hijo de Dios.
Pero, ¿sabemos de qué hablaban? Sí. De la muerte de Cristo, que tendría lugar en Jerusalén. En medio de su gloria, habla Cristo de su muerte en la cruz. Ésa sería su "glorificación". ¡Paradojas divinas! Y en medio de la visión se deja oír la voz del Padre: "Éste es mi Hijo amado; escúchenlo".
Imposible comentar en espacio tan escaso algo tan sublime. Pero al menos quedémonos con este mensaje: en esta Cuaresma Jesús nos invita a subir con Él a la montaña para encontrarnos a solas con Él y para descubrirnos los secretos inefables del misterio y de la gloria de su divinidad. Pero se necesita hacer silencio en el alma para entrar en oración y escuchar la voz de Dios. Y necesitamos también "subir" y dejar abajo las cosas de la tierra: el egoísmo, la vanidad, la sensualidad, nuestros propios vicios y pasiones; en una palabra, todo aquello que nos estorba para ir hacia Dios. Todo esto es parte imprescindible del camino cuaresmal. Sólo dejando el peso insoportable del pecado podemos subir. Y, una vez arriba, en la montaña, contemplaremos el rostro bendito de Cristo y escucharemos la voz del Padre, que nos invita a seguir a su Hijo. ¿Por cuál camino? Por el de la cruz. No hay gloria si no viene precedida antes por la pasión y la muerte. Sólo así, muriendo al hombre viejo y pecador que hay en nosotros, tendremos vida eterna. Por la cruz llegaremos a la resurrección.
Propósito
Hacer silencio en el alma para entrar en oración y escuchar la voz de Dios.
Diálogo con Cristo
Gracias, Jesús, por darme la oportunidad de poder subir contigo al monte de la oración. Totalmente inmerecido pero grandemente deseado es este momento en que puedo llegar a contemplar tu divinidad y tu paternidad. No más palabras, reflexiones, peticiones u ofrecimientos… sólo contemplarte, sentir, experimentar tu cercanía, tu amor... ¡Qué maravilla y qué felicidad!