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lunes, 8 de diciembre de 2025

EN LA SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN, EL PAPA LEÓN XIV ANIMA A RENOVAR CADA DÍA NUESTRO SÍ A DIOS

 



 En la solemnidad de la Inmaculada Concepción, el Papa anima a renovar cada día nuestro “sí” a Dios

Por Almudena Martínez-Bordiú

8 de diciembre de 2025


El Papa León XIV dirigió este lunes el rezo del Ángelus desde la ventana del Palacio Apostólico del Vaticano con ocasión de la solemnidad de la Inmaculada Concepción.

Ante los fieles y peregrinos que le escuchaban desde la Plaza de San Pedro, el Pontífice comentó que este 8 de diciembre expresamos nuestra alegría “porque el Padre Celestial quiso a María íntegramente inmune de la mancha  del pecado original”.

“El Señor concedió a María la gracia extraordinaria de un corazón totalmente puro, en vista de un milagro aún mayor: la venida al mundo, como hombre, de Cristo Salvador”, añadió.

También indicó que el don de la plenitud de gracia, en la joven de Nazaret, “pudo dar fruto porque ella, en su libertad, lo acogió abrazando el proyecto de Dios”. 

En este sentido, subrayó que “el Señor siempre actúa así: nos concede grandes dones, pero nos deja libres para aceptarlos o no”.

Para el Santo Padre esta fiesta también nos invita a “creer como ella creyó, dando nuestro generoso consentimiento a la misión a la que el Señor nos llama.” 

De este modo, señaló que el milagro que para María sucedió en su concepción, para nosotros “se renovó en el Bautismo: lavados del pecado original, hemos sido hechos hijos de Dios, morada suya y templo de su Espíritu”. 

“Maravilloso es el ‘sí’ de la Madre del Señor, pero también puede serlo el nuestro, renovado cada día con fidelidad, gratitud, humildad y perseverancia en la oración y en las obras concretas de amor, desde los gestos más extraordinarios hasta las tareas diarias y los servicios más cotidianos, para que Jesús sea conocido, recibido y amado en todas partes, y su salvación llegue a todos”, destacó. 

domingo, 23 de noviembre de 2025

TEXTO COMPLETO: CARTA APOSTÓLICA DEL PAPA LEÓN XIV "IN UNITATE FIDEI" SOBRE EL CONCILIO ECUMÉNICO DE NICEA

 


 TEXTO COMPLETO: Carta apostólica del Papa León XIV "In unitate fidei" sobre el Concilio Ecuménico de Nicea

 Crédito: Daniel Ibañez/ EWTN News

23 de noviembre de 2025



A pocos días del Viaje Apostólico a Turquía para conmemorar el 1700 aniversario del Concilio Ecuménico de Nicea, el Papa León XIV publica una nueva Carta apostólica reafirmando “en la unidad de la fe” la respuesta de los Padres conciliares que “confesaron que Jesús es el Hijo de Dios”. Lea aquí el texto completo de In unitate fidei (En unidad de fe).

1. En la unidad de la fe, proclamada desde los orígenes de la Iglesia, los cristianos están llamados a caminar concordes, custodiando y transmitiendo con amor y con alegría el don recibido. Esto se expresa en las palabras del Credo: «Creemos en Jesucristo, Hijo único de Dios, que por nuestra salvación bajó del cielo», formuladas por el Concilio de Nicea, el primer acontecimiento ecuménico de la historia del cristianismo, hace 1700 años.

Mientras me dispongo a realizar el Viaje Apostólico a Turquía, con esta carta deseo alentar en toda la Iglesia un renovado impulso en la profesión de la fe, cuya verdad, que desde hace siglos constituye el patrimonio compartido entre los cristianos, merece ser confesada y profundizada de manera siempre nueva y actual.

Al respecto, ha sido aprobado un rico documento de la Comisión Teológica Internacional: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. El 1700 aniversario del Concilio Ecuménico de Nicea. A él remito, porque ofrece útiles perspectivas para profundizar en la importancia y actualidad no sólo teológica y eclesial, sino también cultural y social del Concilio de Nicea.

2. «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios»: así san Marcos titula su Evangelio, resumiendo todo su mensaje precisamente en el signo de la filiación divina de Jesucristo. Del mismo modo, el apóstol Pablo sabe que está llamado a anunciar el Evangelio de Dios sobre su Hijo muerto y resucitado por nosotros (cf. Rm 1,9), que es el “sí” definitivo de Dios a las promesas de los profetas (cf. 2 Co 1,19-20).

En Jesucristo, el Verbo que era Dios antes de los tiempos y por medio del cual todo fue hecho —recita el prólogo del Evangelio de san Juan—, «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). En Él, Dios se ha hecho nuestro prójimo, de modo que todo lo que hagamos a cada uno de nuestros hermanos, a Él se lo hacemos (cf. Mt 25,40).

En este Año Santo dedicado a Cristo, quien es nuestra esperanza, es una coincidencia providencial que se celebre también el 1700 aniversario del primer Concilio Ecuménico de Nicea, que en el 325 proclamó la profesión de fe en Jesucristo, Hijo de Dios. Este es el corazón de la fe cristiana. Aún hoy, en la celebración eucarística dominical pronunciamos el Símbolo Niceno- constantinopolitano, profesión de fe que une a todos los cristianos.

Ella nos da esperanza en los tiempos difíciles que vivimos, en medio de muchas preocupaciones y temores, amenazas de guerra y violencia, desastres naturales, graves injusticias y desequilibrios, hambre y miseria sufrida por millones de hermanos y hermanas nuestros.

3. Los tiempos del Concilio de Nicea no eran menos turbulentos. Cuando comenzó, en el 325, aún estaban abiertas las heridas de las persecuciones contra los cristianos. El Edicto de tolerancia de Milán (313), promulgado por los emperadores Constantino y Licinio, parecía anunciar el amanecer de una nueva era de paz. Sin embargo, tras las amenazas externas, pronto surgieron disputas y conflictos en la Iglesia. Arrio, un presbítero de Alejandría de Egipto, enseñaba que Jesús no es verdaderamente el Hijo de Dios; aunque tampoco una simple criatura, sería un ser intermedio entre el Dios inalcanzablemente lejano y nosotros. Además, habría habido un tiempo en el que el Hijo “no era”. Esto concordaba con la mentalidad de la época y por ello resultaba plausible.

Pero Dios no abandona a su Iglesia, suscitando siempre hombres y mujeres valientes, testigos de la fe y pastores que guían a su pueblo e indican el camino del Evangelio. El obispo Alejandro de Alejandría se dio cuenta de que las enseñanzas de Arrio no eran coherentes con la Sagrada Escritura.

Como Arrio no se mostraba conciliador, Alejandro convocó a los obispos de Egipto y Libia a un sínodo, que condenó la enseñanza de Arrio; luego envió una carta a los demás obispos de Oriente para informarlos detalladamente.

En Occidente se activó el obispo Osio de Córdoba, en España, ya probado como ferviente confesor de la fe durante la persecución bajo el emperador Maximiano y que gozaba de la confianza del obispo de Roma, el Papa Silvestre.

También los seguidores de Arrio se compactaron. Esto llevó a una de las mayores crisis en la historia de la Iglesia del primer milenio. El motivo de la disputa no era un detalle secundario. Se trataba del centro de la fe cristiana, es decir, de la respuesta a la pregunta decisiva que Jesús había planteado a los discípulos en Cesarea de Filipo: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy?» (cf. Mt 16,15).

4. Mientras la controversia se intensificaba, el emperador Constantino se dio cuenta de que, junto con la unidad de la Iglesia, también estaba amenazada la unidad del Imperio. Convocó entonces a todos los obispos a un concilio ecuménico, es decir, universal, en Nicea, para restablecer la unidad.

El sínodo, llamado de los “318 Padres”, se desarrolló bajo la presidencia del emperador: el número de obispos reunidos era sin precedentes. Algunos de ellos llevaban aún las marcas de las torturas sufridas durante la persecución. La gran mayoría provenía de Oriente, mientras que, al parecer, sólo cinco eran occidentales. El Papa Silvestre se apoyó en la figura, teológicamente autorizada, del obispo Osio de Córdoba y envió a dos presbíteros romanos.

estimonio de su fidelidad a la Sagrada Escritura y a la Tradición apostólica, tal como se profesaba durante el bautismo según el mandato de Jesús: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). En Occidente existían diversas fórmulas, entre ellas el llamado Credo de los Apóstoles.[1] También en Oriente existían muchas profesiones bautismales, semejantes entre sí en su estructura.

No se trataba de un lenguaje erudito y complicado, sino más bien —como se dijo después— del lenguaje sencillo comprendido por los pescadores del mar de Galilea. Sobre esta base, el Credo niceno comienza profesando: «Creemos en un solo Dios Padre Todopoderoso, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles».[2] Con ello los Padres conciliares expresaron la fe en el Dios uno y único. En el Concilio no hubo controversia al respecto.

Se debatió, en cambio, un segundo artículo, que utiliza también el lenguaje de la Biblia para profesar la fe en «un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios». El debate se debía a la necesidad de responder a la cuestión planteada por Arrio acerca de cómo debía entenderse la afirmación “Hijo de Dios” y cómo podía conciliarse con el monoteísmo bíblico. El Concilio estaba llamado, por tanto, a definir el significado correcto de la fe en Jesús como “el Hijo de Dios”.

Los Padres confesaron que Jesús es el Hijo de Dios en cuanto es «de la misma sustancia (ousia) del Padre [...] generado, no creado, de la misma sustancia (homooúsios) del Padre».

Con esta definición se rechazaba radicalmente la tesis de Arrio.[3] Para expresar la verdad de la fe, el Concilio usó dos palabras, “sustancia” (ousia) y “de la misma sustancia” (homooúsios), que no se encuentran en la Escritura.

Al hacerlo no quiso sustituir las afirmaciones bíblicas por la filosofía griega. Al contrario, el Concilio empleó estos términos para afirmar con claridad la fe bíblica, distinguiéndola del error helenizante de Arrio. La acusación de helenización no se aplica, pues, a los Padres de Nicea, sino a la falsa doctrina de Arrio y sus seguidores.

En positivo, los Padres de Nicea quisieron permanecer firmemente fieles al monoteísmo bíblico y al realismo de la encarnación. Quisieron reafirmar que el único y verdadero Dios no es inalcanzablemente lejano a nosotros, sino que, por el contrario, se ha hecho cercano y ha salido a nuestro encuentro en Jesucristo.

6. Para expresar su mensaje en el lenguaje sencillo de la Biblia y de la liturgia familiar a todo el Pueblo de Dios, el Concilio retoma algunas formulaciones de la profesión bautismal: «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero». El Concilio adopta luego la metáfora bíblica de la luz: «Dios es luz» (1 Jn 1,5; cf. Jn 1,4-5). Como la luz que irradia y se comunica a sí misma sin disminuir, así el Hijo es el reflejo (apaugasma) de la gloria de Dios y la imagen (character) de su ser (hipóstasis) (cf. Hb 1,3; 2 Co 4,4). El Hijo encarnado, Jesús, es por ello la luz del mundo y de la vida (cf. Jn 8,12).

Por el bautismo, los ojos de nuestro corazón son iluminados (cf. Ef 1,18), para que también nosotros podamos ser luz en el mundo (cf. Mt 5,14).

Finalmente, el Credo afirma que el Hijo es «Dios verdadero de Dios verdadero». En muchos pasajes, la Biblia distingue a los ídolos muertos del Dios verdadero y viviente. El Dios verdadero es el Dios que habla y actúa en la historia de la salvación: el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, que se reveló a Moisés en la zarza ardiente (cf. Ex 3,14), el Dios que ve la miseria del pueblo, escucha su clamor, lo guía y lo acompaña a través del desierto con la columna de fuego (cf. Ex 13,21), le habla con voz de trueno (cf. Dt 5,26) y tiene compasión de él (cf. Os 11,8-9). El cristiano es llamado, por tanto, a convertirse de los ídolos muertos al Dios vivo y verdadero (cf. Hch 12,25; 1 Ts 1,9). En este sentido, Simón Pedro confiesa en Cesarea de Filipo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

7. El Credo de Nicea no formula una teoría filosófica. Profesa la fe en el Dios que nos ha redimido por medio de Jesucristo. Se trata del Dios viviente: Él quiere que tengamos vida y que la tengamos en abundancia (cf. Jn 10,10). Por eso el Credo continúa con las palabras de la profesión bautismal: el Hijo de Dios “que por nosotros lo hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y se encarnó y se hizo hombre; murió y resucitó al tercer día, y subió al cielo, y vendrá para juzgar a vivos y muertos”. Esto deja claro que las afirmaciones cristológicas de fe del Concilio están insertas en la historia de salvación entre Dios y sus criaturas.

San Atanasio, que había participado en el Concilio como diácono del obispo Alejandro y le sucedió en la sede de Alejandría de Egipto, subrayó repetidamente y con eficacia la dimensión soteriológica que el Credo niceno expresa. Escribe en efecto que el Hijo, que descendió del cielo, «nos hizo hijos para el Padre y, habiendo llegado Él mismo a ser hombre, divinizó a los hombres.

No se trata de que siendo hombre posteriormente haya llegado a ser Dios, sino que siendo Dios se hizo hombre para divinizarnos a nosotros».[4] Sólo si el Hijo es verdaderamente Dios esto es posible: ningún ser mortal, de hecho, puede vencer a la muerte y salvarnos; sólo Dios puede hacerlo.

Él nos ha liberado en su Hijo hecho hombre para que fuésemos libres (cf. Ga 5,1). Merece ser resaltado, en el Credo de Nicea, el verbo descendit, «descendió». San Pablo describe con expresiones fuertes este movimiento: «[Cristo] se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2,7), así como afirma el prólogo del Evangelio de san Juan: «Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Por eso — enseña la Carta a los Hebreos— «no tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades; al contrario, él fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado» (Hb 4,15).

La tarde antes de su muerte se inclinó como un esclavo para lavar los pies a los discípulos (cf. Jn 13,1-17). Y el apóstol Tomás, sólo cuando pudo poner los dedos en la herida del costado del Señor resucitado, confesó: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28).

Es precisamente en virtud de su encarnación que encontramos al Señor en nuestros hermanos y hermanas necesitados: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).

El Credo niceno no nos habla, por tanto, de un Dios lejano, inalcanzable, inmóvil, que descansa en sí mismo, sino de un Dios que está cerca de nosotros, que nos acompaña en nuestro camino por las sendas del mundo y en los lugares más oscuros de la tierra.

Su inmensidad se manifiesta en el hecho de que se hace pequeño, se despoja de su infinita majestad haciéndose nuestro prójimo en los pequeños y en los pobres. Esto revoluciona las concepciones paganas y filosóficas de Dios.

Otra palabra del Credo niceno es para nosotros hoy particularmente reveladora. La afirmación bíblica «se hizo carne», precisada añadiendo la palabra «hombre» después de la palabra «encarnado».

Nicea toma así distancia de la falsa doctrina según la cual el Logos habría asumido sólo un cuerpo como revestimiento exterior, pero no el alma humana, dotada de entendimiento y libre albedrío. Al contrario, quiere afirmar lo que el Concilio de Calcedonia (451) declararía explícitamente: en Cristo, Dios ha asumido y redimido al ser humano entero, con cuerpo y alma. El Hijo de Dios se hizo hombre —explica san Atanasio— para que nosotros, los hombres, pudiéramos ser divinizados. [5]

Esta luminosa inteligencia de la Revelación divina había sido preparada por san Ireneo de Lyon y por Orígenes, y se desarrolló luego con gran riqueza en la espiritualidad oriental. La divinización no tiene nada que ver con la auto-deificación del hombre. Por el contrario, la divinización nos protege de la tentación primordial de querer ser como Dios (cf. Gn 3,5). Aquello que Cristo es por naturaleza, nosotros lo llegamos a ser por gracia. Por la obra de la redención, Dios no sólo ha restaurado nuestra dignidad humana como imagen de Dios, sino que Aquel que nos creó de modo maravilloso nos ha hecho partícipes, de modo más admirable aún, de su naturaleza divina (cf. 2 P 1,4).

La divinización es, por tanto, la verdadera humanización. He aquí por qué la existencia del hombre apunta más allá de sí misma, busca más allá de sí misma, desea más allá de sí misma y está inquieta hasta que reposa en Dios:[6] Deus enim solus satiat, ¡Sólo Dios satisface al hombre![7] Sólo Dios, en su infinitud, puede saciar el deseo infinito del corazón humano, y por eso el Hijo de Dios ha querido hacerse nuestro hermano y redentor.


8. Hemos dicho que Nicea rechazó claramente las enseñanzas de Arrio. Pero Arrio y sus seguidores no se rindieron. El mismo emperador Constantino y sus sucesores se alinearon cada vez más con los arrianos. El término homooúsios se convirtió en la manzana de la discordia entre nicenos y anti–nicenos, desencadenando así otros graves conflictos. San Basilio de Cesarea describe la confusión que se produjo con imágenes elocuentes, comparándola con una batalla naval nocturna en medio de una violenta tempestad,

[8] mientras que san Hilario da testimonio de la ortodoxia de los laicos frente al arrianismo de muchos obispos, reconociendo que «los oídos del pueblo son más santos que los corazones de los sacerdotes».[9]

La roca del Credo niceno fue san Atanasio, irreductible y firme en la fe. Aunque fue depuesto y expulsado hasta cinco veces de la sede episcopal de Alejandría, cada vez regresó a ella como obispo. Incluso desde el exilio continuó guiando al Pueblo de Dios mediante sus escritos y sus cartas. Como Moisés, Atanasio no pudo entrar en la tierra prometida de la paz eclesial. Esta gracia estaba reservada a una nueva generación, conocida como los “jóvenes nicenos”: en Oriente, los tres Padres capadocios, san Basilio de Cesarea (hacia 330-379), a quien se dio el título de “el Grande”, su hermano san Gregorio de Nisa (335-394) y el más grande amigo de Basilio, san Gregorio Nacianceno (329/30- 390).

En Occidente fueron importantes san Hilario de Poitiers (hacia 315-367) y su discípulo san Martín de Tours (hacia 316-397). Luego, sobre todo, san Ambrosio de Milán (333-397) y san Agustín de Hipona (354-430).

El mérito de los tres Capadocios, en particular, fue llevar a término la formulación del Credo niceno, mostrando que la Unidad y la Trinidad en Dios no están en absoluto en contradicción. En este contexto se formuló el artículo de fe sobre el Espíritu Santo en el primer Concilio de Constantinopla del año 381. Así, el Credo, que desde entonces se llamó Niceno-Constantinopolitano, dice: «Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre. Con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, y ha hablado por medio de los profetas».[10]

Desde el Concilio de Calcedonia, en 451, el Concilio de Constantinopla fue reconocido como ecuménico y el Credo niceno–constantinopolitano fue declarado universalmente vinculante.[11] De este modo, llegó a ser un vínculo de unidad entre Oriente y Occidente. En el siglo XVI lo mantuvieron también las Comunidades eclesiales nacidas de la Reforma. El Credo niceno–constantinopolitano resulta así la profesión común de todas las tradiciones cristianas.

9. Ha sido largo y lineal el camino que ha llevado desde la Sagrada Escritura a la profesión de fe de Nicea, después a su recepción por parte de Constantinopla y Calcedonia, y de nuevo hasta el siglo XVI y nuestro siglo XXI. Todos nosotros, como discípulos de Jesucristo, «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» somos bautizados, nos hacemos la señal de la cruz y somos bendecidos. Concluimos la oración de los salmos en la Liturgia de las Horas con «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo». La liturgia y la vida cristiana están, por tanto, firmemente ancladas en el Credo de Nicea y Constantinopla: lo que decimos con la boca debe venir del corazón, de modo que sea testimoniado en la vida. Debemos preguntarnos, por tanto: ¿qué ha sido de la recepción interior del Credo hoy? ¿Sentimos que concierne también a nuestra situación actual? ¿Comprendemos y vivimos lo que decimos cada domingo, y lo que eso significa para nuestra vida?

10. El Credo de Nicea comienza profesando la fe en Dios, Omnipotente, Creador del cielo y de la tierra. Hoy, para muchos, Dios y la cuestión de Dios casi ya no tienen significado en la vida. El Concilio Vaticano II recalcó que los cristianos son al menos en parte responsables de esta situación, porque no dan testimonio de la verdadera fe y ocultan el auténtico rostro de Dios con estilos de vida y acciones alejadas del Evangelio. [12] En nombre de Dios se han librado guerras, se ha matado, perseguido y discriminado. En lugar de anunciar a un Dios misericordioso, se ha hablado de un Dios vengador que infunde terror y castiga.

El Credo de Nicea nos invita entonces a un examen de conciencia. ¿Qué significa Dios para mí y cómo doy testimonio de la fe en Él? ¿Es el único y solo Dios realmente el Señor de la vida, o hay ídolos más importantes que Dios y sus mandamientos? ¿Es Dios para mí el Dios viviente, cercano en toda situación, el Padre al que me dirijo con confianza filial? ¿Es el Creador a quien debo todo lo que soy y lo que tengo, cuyas huellas puedo encontrar en cada criatura? ¿Estoy dispuesto a compartir los bienes de la tierra, que pertenecen a todos, de manera justa y equitativa? ¿Cómo trato la creación, que es obra de sus manos? ¿La uso con reverencia y gratitud, o la exploto, la destruyo, en lugar de custodiarla y cultivarla como casa común de la humanidad?[13]

11. En el centro del Credo niceno–constantinopolitano destaca la profesión de fe en Jesucristo, nuestro Señor y Dios. Este es el corazón de nuestra vida cristiana. Por eso nos comprometemos a seguir a Jesús como Maestro, compañero, hermano y amigo. Pero el Credo niceno pide más: nos recuerda de hecho que no hemos de olvidar que Jesucristo es el Señor (Kyrios), el Hijo del Dios viviente, que «por nuestra salvación bajó del cielo» y murió «por nosotros» en la cruz, abriéndono el camino de la vida nueva con su resurrección y ascensión.

Ciertamente, el seguimiento de Jesucristo no es un camino ancho y cómodo, pero este sendero, a menudo exigente o incluso doloroso, conduce siempre a la vida y a la salvación (cf. Mt 7,13-14).

Los Hechos de los Apóstoles hablan del camino nuevo (cf. Hch 19,9.23; 22,4.14-15.22), que es Jesucristo (cf. Jn 14,6): seguir al Señor compromete nuestros pasos en el camino de la cruz, que por medio de la conversión nos conduce a la santificación y a la divinización.[14]

Si Dios nos ama con todo su ser, entonces también nosotros debemos amarnos unos a otros. No podemos amar a Dios, a quien no vemos, sin amar también al hermano y a la hermana que vemos (cf. 1 Jn 4,20). El amor a Dios sin el amor al prójimo es hipocresía; el amor radical al prójimo, sobre todo el amor a los enemigos sin el amor a Dios, es un heroísmo que nos supera y oprime.

En el seguimiento de Jesús, la subida a Dios pasa por el abajamiento y la entrega a los hermanos y hermanas, sobre todo a los últimos, a los más pobres, a los abandonados y marginados. Lo que hayamos hecho al más pequeño de estos, se lo hemos hecho a Cristo (cf. Mt 25,31-46).

Ante las catástrofes, las guerras y la miseria, podemos testimoniar la misericordia de Dios a las personas que dudan de Él sólo cuando ellas experimentan su misericordia a través de nosotros.[15]

12. Finalmente, el Concilio de Nicea es actual por su altísimo valor ecuménico. A este propósito, la consecución de la unidad de todos los cristianos fue uno de los objetivos principales del último Concilio, el Vaticano II.[16] Treinta años atrás exactamente, san Juan Pablo II prosiguió y promovió el mensaje conciliar en la Encíclica Ut unum sint (25 de mayo de 1995). Así, con la gran conmemoración del primer Concilio de Nicea, celebramos también el aniversario de la primera encíclica ecuménica.

Ella puede considerarse como un manifiesto que ha actualizado aquellas mismas bases ecuménicas puestas por el Concilio de Nicea. Gracias a Dios el movimiento ecuménico ha alcanzado bastantes resultados en los últimos sesenta años. Aunque la plena unidad visible con las Iglesias ortodoxas y ortodoxas orientales y con las Comunidades eclesiales nacidas de la Reforma aún no nos ha sido dada, el diálogo ecuménico nos ha llevado, sobre la base del único bautismo y del Credo niceno–constantinopolitano, a reconocer a nuestros hermanos y hermanas en Jesucristo en los hermanos y hermanas de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales y a redescubrir la única y universal Comunidad de los discípulos de Cristo en todo el mundo.

Compartimos de hecho la fe en el único y solo Dios, Padre de todos los hombres, confesamos juntos al único Señor y verdadero Hijo de Dios Jesucristo y al único Espíritu Santo, que nos inspira y nos impulsa a la plena unidad y al testimonio común del Evangelio. ¡Realmente lo que nos une es mucho más de lo que nos divide![17] De este modo, en un mundo dividido y desgarrado por muchos conflictos, la única Comunidad cristiana universal puede ser signo de paz e instrumento de reconciliación, contribuyendo de modo decisivo a un compromiso mundial por la paz.

San Juan Pablo II nos ha recordado, en particular, el testimonio de los numerosos mártires cristianos procedentes de todas las Iglesias y Comunidades eclesiales: su memoria nos une y nos impulsa a ser testigos y artífices de paz en el mundo.

Para poder ejercer este ministerio de modo creíble, debemos caminar juntos para alcanzar la unidad y la reconciliación entre todos los cristianos. El Credo de Nicea puede ser la base y el criterio de referencia de este camino. Nos propone, de hecho, un modelo de verdadera unidad en la legítima diversidad. Unidad en la Trinidad, Trinidad en la Unidad, porque la unidad sin multiplicidad es tiranía, la multiplicidad sin unidad es desintegración.

La dinámica trinitaria no es dualista, como un excluyente aut-aut, sino un vínculo que implica, un et-et: el Espíritu Santo es el vínculo de unidad que adoramos junto con el Padre y el Hijo. Por tanto, debemos dejar atrás controversias teológicas que han perdido su razón de ser para adquirir un pensamiento común y, más aún, una oración común al Espíritu Santo, para que nos reúna a todos en una sola fe y un solo amor.

Esto no significa un ecumenismo de retorno al estado anterior a las divisiones, ni un reconocimiento recíproco del actual statu quo de la diversidad de las Iglesias y Comunidades eclesiales, sino más bien un ecumenismo orientado al futuro, de reconciliación en el camino del diálogo, de intercambio de nuestros dones y patrimonios espirituales.

El restablecimiento de la unidad entre los cristianos no nos empobrece, al contrario, nos enriquece. Como en Nicea, este propósito sólo será posible mediante un camino paciente, largo y a veces difícil de escucha y acogida recíproca.

Se trata de un desafío teológico y, aún más, de un desafío espiritual, que requiere arrepentimiento y conversión por parte de todos. Por ello necesitamos un ecumenismo espiritual de oración, alabanza y culto, como sucedió en el Credo de Nicea y Constantinopla.

Invoquemos, pues, al Espíritu Santo, para que nos acompañe y nos guíe en esta obra. Santo Espíritu de Dios, tú guías a los creyentes en el camino de la historia. Te damos gracias porque has inspirado los Símbolos de la fe y porque suscitas en el corazón la alegría de profesar nuestra salvación en Jesucristo, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. Sin Él nada podemos.

Tú, Espíritu eterno de Dios, de época en época rejuveneces la fe de la Iglesia. Ayúdanos a profundizarla y a volver siempre a lo esencial para anunciarla.

Para que nuestro testimonio en el mundo no sea inerte, ven, Espíritu Santo, con tu fuego de gracia, a reavivar nuestra fe, a encendernos de esperanza, a inflamarnos de caridad. Ven, divino Consolador, Tú que eres la armonía, a unir los corazones y las mentes de los creyentes. Ven y danos a gustar la belleza de la comunión.

Ven, Amor del Padre y del Hijo, a reunirnos en el único rebaño de Cristo. Indícanos los caminos que hay que recorrer, para que con tu sabiduría volvamos a ser lo que somos en Cristo: una sola cosa, para que el mundo crea. Amén.

Vaticano, 23 de noviembre de 2025, solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo.


LEÓN PP. XIV

domingo, 16 de noviembre de 2025

TEXTO COMPLETO DE LA HOMILÍA DEL PAPA LEÓN XIV EN LA MISA CON MOTIVO DEL JUBILEO DE LOS POBRES

 


 

TEXTO COMPLETO: Homilía del Papa León XIV en la Misa con motivo del Jubileo de los Pobres

 Crédito: Daniel Ibañez/ EWTN News

16 de noviembre de 2025



El Papa León XIV celebró una Misa con motivo del Jubileo de los Pobres en la que pidió a los cristianos que se dejen inspirar por el testimonio de los santos y santas que han servido a Cristo en los más necesitados y lo han seguido en la vía de la pequeñez y de entrega. Lea aquí el texto completo de la homilía.


Queridos hermanos y hermanas:

Los últimos domingos del año litúrgico nos invitan a contemplar la historia en su desenlace final. En la primera lectura, el profeta Malaquías vislumbra la llegada del “día del Señor” como el comienzo de un tiempo nuevo.

Este tiempo se describe como el tiempo de Dios, en el cual, como un alba que da paso al sol de justicia, las esperanzas de los pobres y humildes recibirán una respuesta definitiva del Señor, y las obras de los malvados y su injusticia serán erradicadas, quemadas como paja, especialmente en detrimento de los indefensos y los pobres.

El día del Señor, en realidad, no es sólo el día final de la historia, sino que es el Reino que se acerca a cada persona en la venida del Hijo de Dios. En el Evangelio, empleando el lenguaje apocalíptico propio de su tiempo, Jesús anuncia e inaugura este Reino.

Él mismo es, de hecho, el señorío de Dios que se hace presente y se abre paso en los dramáticos acontecimientos de la historia. Por lo tanto, no deben asustar al discípulo sino hacerlo aún más perseverante en su testimonio y consciente de que la promesa de Jesús siempre está viva y es fiel: «ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza» (Lc 21,18).

Esta, hermanos y hermanas, es la esperanza a la que nos anclamos, incluso en medio de los acontecimientos no siempre alegres de la vida. Aún hoy, «la Iglesia “va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” anunciando la cruz del Señor hasta que venga» (Lumen gentium, 8).

Y allí donde todas las esperanzas humanas parecen agotarse, se vuelve aún más firme la única certeza, más estable que el cielo y la tierra, de que el Señor no permitirá que ni un cabello de nuestra cabeza perezca.

En medio de las persecuciones, los sufrimientos, las dificultades y las opresiones de la vida y la sociedad, Dios no nos abandona. Él se presenta como Aquel que aboga en favor nuestro. Este hilo conductor recorre toda la Escritura, narrando la historia de un Dios que siempre está del lado de los más pequeños, del huérfano, del extranjero y de la viuda (cf. Dt 10,17-19). Y en Jesús, su Hijo, la cercanía de Dios alcanza la máxima expresión del amor.

Por eso, la presencia y la palabra de Cristo se convierten en un júbilo y un jubileo para los más pobres, ya que Él vino a anunciarles la Buena Nueva y a proclamar el año de gracia del Señor (cf. Lc 4,18-19).

Nosotros también participamos de manera especial de este año de gracia, precisamente hoy al celebrar, con esta jornada mundial, el Jubileo de los Pobres. Toda la Iglesia se regocija y se alegra, y ante todo a ustedes, queridos hermanos y hermanas, deseo transmitirles con fuerza las palabras irrevocables del Señor Jesús: «Dilexi te - Te he amado» (Ap 3,9).

Sí, a pesar de nuestra pequeñez y pobreza, Dios nos mira como nadie más y nos ama con un amor eterno. Y su Iglesia, aún hoy, quizá especialmente en nuestro tiempo, todavía herida por pobrezas ―antiguas y nuevas―, desea ser «madre de los pobres, lugar de acogida y de justicia» (Exhort. ap. Dilexi te, 39).

¡Cuántas pobrezas oprimen nuestro mundo! Ante todo, son pobrezas materiales, pero también existen muchas situaciones morales y espirituales, que a menudo afectan sobre todo a los más jóvenes.

Y el drama que las atraviesa a todas de manera transversal, es la soledad. Ella nos desafía a mirar la pobreza de modo integral, porque ciertamente a veces es necesario responder a las necesidades urgentes, pero en general lo que debemos desarrollar es una cultura de la atención, precisamente para romper el muro de la soledad.

Por eso queremos estar atentos al otro, a cada persona, allí donde estamos, allí donde vivimos, transmitiendo esta actitud ya desde la familia, para vivirla concretamente en los lugares de trabajo y de estudio, en las diversas comunidades, en el mundo digital, en todas partes, empujándonos hasta los márgenes y convirtiéndonos en testigos de la ternura de Dios.

Hoy, sobre todo los escenarios de guerra, presentes lamentablemente en diversas regiones del mundo, parece confirmarnos en un estado de impotencia. Pero la globalización de la impotencia nace de una mentira, de creer que esta historia siempre ha sido así y no podrá cambiar.

El Evangelio, en cambio, nos dice que precisamente en las agitaciones de la historia, el Señor viene a salvarnos.

Y nosotros, comunidad cristiana, debemos ser hoy, en medio de los pobres, signo vivo de esta salvación. La pobreza interpela a los cristianos, pero interpela también a todos aquellos que en la sociedad tienen roles de responsabilidad. Exhorto por ello a los Jefes de Estado y a los Responsables de las Naciones a escuchar el grito de los más pobres.

No podrá haber paz sin justicia, y los pobres nos lo recuerdan de muchas maneras, con su migración, así como con su grito tantas veces sofocado por el mito del bienestar y del progreso que no tiene en cuenta a todos, y que incluso olvida a muchas criaturas abandonándolas a su propio destino.

A los agentes de la caridad, a los numerosos voluntarios, a quienes se ocupan de aliviar las condiciones de los más pobres, expreso mi gratitud y al mismo tiempo mi aliento para que sean cada vez más, conciencia crítica en la sociedad.

Comprometámonos todos. Como escribe el apóstol Pablo a los cristianos de Tesalónica (cf. 2 Ts 3,6-13), en la espera del retorno glorioso del Señor no debemos vivir una vida replegada sobre nosotros mismos ni en un intimismo religioso que se traduzca en desentenderse de los demás y de la historia. Por el contrario, buscar el Reino de Dios implica el deseo de transformar la convivencia humana en un espacio de fraternidad y de dignidad para todos, sin excluir a nadie. Está siempre a la vuelta de la esquina el peligro de vivir como viajeros distraídos, desatentos al destino final e indiferentes hacia quienes comparten el camino con nosotros.

En este Jubileo de los Pobres dejémonos inspirar por el testimonio de los santos y santas que han servido a Cristo en los más necesitados y lo han seguido en la vía de la pequeñez y de entrega.

De manera especial, quisiera proponer la figura de san Benito José Labre, que con su vida de “vagabundo de Dios” podría ser considerado como patrono de todos los pobres sin hogar.

Que la Virgen María, que en el Magníficat sigue recordándonos las elecciones de Dios y se hace la voz de los que no tienen voz, nos ayude a entrar en la nueva lógica del Reino, para que en nuestra vida de cristianos se haga presente el amor de Dios que acoge, perdona, venda las heridas, consuela y sana.

domingo, 2 de noviembre de 2025

HOMILÍA DEL PAPA LEÓN XIV EN LA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS - 1 DE NOVIEMBRE DE 2025

 



 Homilía del Papa León XIV en la Misa de la Solemnidad de Todos los Santos

1 de noviembre de 2025



El Papa León XIV pronunció la siguiente homilía en la Misa de la Solemnidad de Todos los Santos este 1 de noviembre en el Vaticano, en la que declaró Doctor de la Iglesia a San John Henry Newman.


A continuación el texto completo de la homilía del Santo Padre:


En esta Solemnidad de Todos los Santos, es una gran alegría inscribir a san John Henry Newman entre los doctores de la Iglesia y, al mismo tiempo, con motivo del Jubileo del Mundo Educativo, nombrarlo copatrono, junto con santo Tomás de Aquino, de todas las personas que forman parte del proceso educativo.

La imponente estatura cultural y espiritual de Newman servirá de inspiración a las nuevas generaciones, con un corazón sediento de infinito, dispuestas a realizar, por medio de la investigación y del conocimiento, aquel viaje que, como decían los antiguos, nos hace pasar per aspera ad astra, es decir, a través de las dificultades, hasta las estrellas.

De hecho, la vida de los santos nos da testimonio de que es posible vivir apasionadamente en medio de la complejidad del presente, sin dejar de lado el mandato apostólico: «brillen como haces de luz en el mundo» (Flp 2,15).

En esta solemne ocasión, deseo repetir a los educadores y a las instituciones educativas: “brillen hoy como haces de luz en el mundo”, gracias a la autenticidad de su compromiso en la investigación coral de la verdad, a su coherente y generoso compartir, a través del servicio a los jóvenes, particularmente a los pobres, y en la experiencia cotidiana de que «el amor cristiano es profético, hace milagros» (cf. Exhort. ap. Dilexi te, 120).

El Jubileo es una peregrinación en la esperanza y todos ustedes, en el gran campo de la educación, saben bien cuánto la esperanza sea una semilla indispensable. Cuando pienso en las escuelas y en las universidades, las considero como laboratorios de profecía, en donde la esperanza se vive, se manifiesta y se propone continuamente.

Este es también el sentido del Evangelio de las Bienaventuranzas proclamado hoy. Las Bienaventuranzas traen consigo una nueva interpretación de la realidad. Son el camino y el mensaje de Jesús educador.

A primera vista, parece imposible declarar bienaventurados a los pobres, a aquellos que tienen hambre y sed de justicia, a los perseguidos o a los trabajan por la paz. Pero, aquello que parece inconcebible en la gramática del mundo, se llena de sentido y de luz en la cercanía del Reino de Dios.

En los santos vemos cómo ese Reino se acerca y se hace presente en medio de nosotros. San Mateo, acertadamente, presenta las Bienaventuranzas como una enseñanza, proponiendo a Jesús como Maestro que transmite una nueva visión de las cosas y cuya perspectiva coincide con su camino.

Las Bienaventuranzas, sin embargo, no son una enseñanza más, son la enseñanza por excelencia. Del mismo modo, el Señor Jesús no es uno entre tantos maestros, sino el Maestro por excelencia. Más aún, es el Educador por excelencia.

Nosotros, sus discípulos, estamos en su escuela, aprendiendo a descubrir en su vida, es decir, en el camino que Él recorrió, un horizonte de sentido capaz de iluminar todas las formas de conocimiento. ¡Ojalá que nuestras escuelas y universidades sean siempre lugares de escucha y de práctica del Evangelio!

A veces, los retos actuales pueden parecer superiores a nuestras posibilidades, pero no es así. ¡No permitamos que el pesimismo nos venza!

Recuerdo lo que mi querido predecesor, el Papa Francisco, subrayó en su discurso ante la Primera Asamblea Plenaria del Dicasterio para la Cultura y la Educación, que debemos trabajar juntos «para liberar al ser humano de la sombra del nihilismo, que es quizás la plaga más peligrosa de la cultura actual, porque es la que pretende borrar la esperanza».[1]

La referencia a la oscuridad que nos rodea nos remite a uno de los textos más conocidos de san John Henry, el himno Lead, kindly light («Guíame, Luz amable»). En esa hermosa oración, nos damos cuenta de que estamos lejos de casa, que nuestros pies vacilan, que no logramos descifrar con claridad el horizonte.

Pero nada de esto nos detiene, porque hemos encontrado la Guía: «Guíame, oh Luz amable, entre las tinieblas que me rodean. Guíame tú». Es tarea de la educación ofrecer esta Luz amable a aquellos que, de otro modo, podrían quedarse prisioneros de las sombras particularmente insidiosas del pesimismo y el miedo.

Por eso me gustaría decirles: desarmemos las falsas razones de la resignación y la impotencia, y difundamos en el mundo contemporáneo las grandes razones de la esperanza. Contemplemos y señalemos esas constelaciones que transmiten luz y orientación en nuestro presente oscurecido por tantas injusticias e incertidumbres.

Por eso los animo a hacer de las escuelas, las universidades y toda realidad educativa, incluso informal y callejera, los umbrales de una civilización del diálogo y la paz. A través de sus vidas, dejen que trasluzca esa «enorme muchedumbre», de la que nos habla en la liturgia de hoy el libro del Apocalipsis, «[…] imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas».

Y que «estaban de pie ante el trono y delante del Cordero» (7,9). En el texto bíblico un anciano, observando la muchedumbre, pregunta: «¿Quiénes son y de dónde vienen […]?» (Ap 7,13). En este sentido, también en el ámbito educativo, la mirada cristiana se posa sobre «estos […] que vienen de la gran tribulación» (v. 14) y reconoce en ellos los rostros de tantos hermanos y hermanas de todas las lenguas y culturas, que, a través de la puerta estrecha de Jesús, han entrado en la vida plena.

Y entonces, una vez más, debemos preguntarnos: «¿los menos dotados no son personas humanas? ¿Los débiles no tienen nuestra misma dignidad? ¿Los que nacieron con menos posibilidades valen menos como seres humanos, y sólo deben limitarse a sobrevivir? De nuestra respuesta a estos interrogantes depende el valor de nuestras sociedades y también nuestro futuro» (Exhort. ap. Dilexi te, 95). Añadamos: de esta respuesta depende también la calidad evangélica de nuestra educación.

Entre el legado perdurable de San John Henry se encuentran, en este sentido, algunas contribuciones muy significativas a la teoría y la práctica de la educación. «Dios —escribía—me ha creado para hacerle algún servicio definido. Me ha encomendado alguna obra que no ha dado a otro. Tengo mi misión. Nunca podré conocerla en esta vida, pero me será revelada en la otra» (Meditaciones y devociones, Madrid 2007, 225).

En estas palabras encontramos expresado de manera espléndida el misterio de la dignidad de cada persona humana y también el de la variedad de los dones distribuidos por Dios. La vida se ilumina no porque seamos ricos, bellos o poderosos. Se ilumina cuando uno descubre en su interior esta verdad: Dios me ha llamado, tengo una vocación, tengo una misión, mi vida sirve para algo más grande que yo mismo.

Cada criatura tiene un papel que desempeñar. La contribución que cada uno tiene para ofrecer es de un valor único, y la tarea de las comunidades educativas es alentar y valorar esa contribución. No lo olvidemos: en el centro de los itinerarios educativos no deben estar individuos abstractos, sino personas de carne y hueso, especialmente aquellas que parecen no producir, según los parámetros de una economía que excluye y mata.

Estamos llamados a formar personas, para que brillen como estrellas en su plena dignidad. Por lo tanto, podemos decir que la educación, desde la perspectiva cristiana, ayuda a todos a ser santos. Nada menos.

El Papa Benedicto XVI, con motivo de su viaje apostólico a Gran Bretaña en septiembre de 2010, durante el cual beatificó a John Henry Newman, invitó a los jóvenes a ser santos con estas palabras: «Lo que Dios desea más que nada para cada uno de vosotros es que os convirtáis en santos. Él os ama mucho más de lo que podéis imaginar y quiere lo mejor para vosotros». [2]

Esta es la llamada universal a la santidad que el Concilio Vaticano II convirtió en parte esencial de su mensaje (cf. Lumen gentium, capítulo V). Y la santidad se propone a todos, sin excepción, como un camino personal y comunitario trazado por las Bienaventuranzas.

Rezo para que la educación católica ayude a cada uno a descubrir su vocación a la santidad. San Agustín, a quien san John Henry Newman apreciaba tanto, dijo una vez que somos compañeros de escuela que tienen un sólo maestro, cuya escuela y cátedra están en la tierra y en el cielo respectivamente (cf. Sermón 292,1).

domingo, 3 de agosto de 2025

PAPA LEÓN XIV ANUNCIA LAS FECHAS EN LAS QUE SE CELEBRARÁ LA JMJ DE COREA DEL SUR EN EL 2027

 



León XIV anuncia las fechas en las que se celebrará la JMJ de Corea del Sur en el 2027

El Papa León XIV saluda a peregrinos de Corea del Sur antes de la Misa conclusiva del Jubileo de los Jóvenes, el domingo 3 de agosto de 2025. | Crédito: Vatican Media.

Por Victoria Cardiel - 3 de agosto de 2025



Tras la Misa conclusiva del Jubileo de los Jóvenes, celebrada esta mañana en Tor Vergata ante un millón de participantes procedentes de 146 países, el Papa León XIV anunció oficialmente la próxima Jornada Mundial de la Juventud.

“Después de este Jubileo, la peregrinación de esperanza de los jóvenes continúa y nos llevará a Asia”, proclamó el Pontífice durante el rezo del Ángelus.

“Renuevo la invitación que el Papa Francisco dirigió a los jóvenes hace dos años”, añadió en referencia a la cita de Lisboa.

“Los jóvenes de todo el mundo se reunirán junto al Sucesor de Pedro para celebrar la Jornada Mundial de la Juventud en Seúl, Corea, del 3 al 8 de agosto de 2027, bajo el lema: ‘Tened valor, yo he vencido al mundo’”, precisó el Papa que también destacó que esta nueva edición de la JMJ marcará una etapa importante en el camino de fe de las nuevas generaciones:

Así aseguró que la “esperanza que habita en nuestros corazones nos da la fuerza para anunciar la victoria de Cristo Resucitado sobre el mal y sobre la muerte”.

León XIV concluyó su intervención con un fuerte llamado misionero: “De esto ustedes serán testigos hasta los confines de la tierra. ¡Cita en Seúl! Sigamos soñando juntos, sigamos esperando juntos”. La JMJ de 2027 será la primera en celebrarse en Corea del Sur y la segunda en Asia, después de la histórica edición de Manila (Filipinas) en 1995.

Además, el Pontífice definió el Jubileo de los Jóvenes que arrancó el pasado hoy y ha concluido este domingo como "una cascada de gracia para la Iglesia y para el mundo entero, y lo ha sido gracias a la participación de cada uno de ustedes”.

El Santo Padre expresó su gratitud a los jóvenes “uno a uno, con todo el corazón” por su testimonio y entusiasmo durante estos días jubilares.

En un gesto de conmoción y cercanía, encomendó al Señor a María y Pascale, “las dos peregrinas, una española y la otra egipcia, que nos han dejado en estos días”, refiriéndose a su fallecimiento durante la peregrinación.

En inglés, el Papa recordó a los jóvenes que sufren “en cada tierra herida por la guerra”, y mencionó de forma especial a “los jóvenes de Gaza y de Ucrania”, cuyas vidas están marcadas por la violencia y la incertidumbre de la guerra.

León XIV también habló en español para rendir homenaje al testimonio de los presentes con palabras de esperanza: “Ustedes son el signo de que un mundo diferente es posible”. Y concluyó en italiano con una afirmación cargada de fe: “Sí, con Cristo es posible: con su amor, su perdón, la fuerza de su Espíritu”. 

ENCUENTRO DEL PAPA LEÓN XIV CON LOS JÓVENES EN TOR VERGATA - ROMA - IMÁGENES, HOMILÍAS




























Imágenes: Fuente Vatican News

 
 


TEXTO COMPLETO: Diálogo del Papa León XIV con jóvenes en la Vigilia de Oración en Tor Vergata

Diálogo del Papa León XIV con jóvenes en la Vigilia de Oración en 
2 de agosto de 2025 - Fuente: Aciprensa 


El Papa León XIV presidió la noche de este 2 de agosto la Vigilia de Oración por el Jubileo de la Juventud 2025, en Tor Vergata, en las afueras de Roma.

A continuación, el texto completo del diálogo que mantuvo con los jóvenes, difundido por la Oficina de Prensa de la Santa Sede:


1.- Pregunta 1 – Amistad
Santo Padre, somos hijos de nuestro tiempo. Vivimos en una cultura que nos pertenece y que, sin darnos cuenta, nos va moldeando; está marcada por la tecnología, especialmente en el ámbito de las redes sociales. Frecuentemente nos ilusionamos de tener muchos amigos y de crear relaciones cercanas, mientras que cada vez más seguido experimentamos diversas formas de soledad. Estamos cerca y conectados con tantas personas y, sin embargo, no son relaciones verdaderas y duraderas, sino efímeras y comúnmente ilusorias.

Santo Padre, mi pregunta es: ¿cómo podemos encontrar una amistad sincera y un amor genuino que nos lleven a la verdadera esperanza? ¿Cómo la fe puede ayudarnos a construir nuestro futuro?


Queridos jóvenes, las relaciones humanas, nuestras relaciones con otras personas son indispensables para cada uno de nosotros, empezando por el hecho de que todos los hombres y mujeres del mundo nacen como hijos de alguien. Nuestra vida comienza con un vínculo y es a través de los vínculos que crecemos. En este proceso, la cultura juega un papel fundamental: es el código con el que nos entendemos a nosotros mismos e interpretamos el mundo. Como un diccionario, cada cultura contiene tanto palabras nobles como palabras vulgares, valores y errores que hay que aprender a reconocer. Buscando con pasión la verdad, no sólo recibimos una cultura, sino que la transformamos a través de elecciones de vida. La verdad, en efecto, es un vínculo que une las palabras a las cosas, los nombres a los rostros. La mentira, en cambio, separa estos aspectos, generando confusión y malentendidos.

Entre las muchas conexiones culturales que caracterizan nuestra vida, internet y las redes sociales se han convertido en «una extraordinaria oportunidad de diálogo, encuentro e intercambio entre personas, así como de acceso a la información y al conocimiento» (Papa Francisco, Christus vivit, 87). Sin embargo, estos instrumentos resultan ambiguos cuando están dominados por lógicas comerciales e intereses que rompen nuestras relaciones en mil intermitencias. A este respecto, el Papa Francisco recordaba que a veces los «mecanismos de la comunicación, de la publicidad y de las redes sociales pueden ser utilizados para volvernos seres adormecidos, dependientes del consumo» (Christus vivit, 105). Además, como saben hoy en día hay algoritmos que nos dicen lo que tenemos que ver, lo que tenemos que pensar y quienes deberían ser nuestros amigos. Entonces nuestras relaciones se vuelven confusas, ansiosas o inestables. Cuando el instrumento domina al hombre, el hombre se convierte en un instrumento: sí, un instrumento de mercado y a su vez en mercancía. Sólo relaciones sinceras y lazos estables hacen crecer historias de vida buena.

Queridos jóvenes, toda persona desea naturalmente esta vida buena, como los pulmones tienden al aire, ¡pero cuán difícil es encontrarla! cuán difícil es encontrar una amistad auténtica. Hace siglos, san Agustín captó el profundo deseo de nuestro corazón, ese deseo de todo corazón humano, aun sin conocer el desarrollo tecnológico de hoy. También él pasó por una juventud tempestuosa; pero no se conformó, no silenció el clamor de su corazón. Agustín buscaba la verdad que no defrauda, la belleza que no pasa. ¿Cómo la encontró? ¿Cómo encontró una amistad sincera, un amor capaz de dar esperanza? Encontrando a quien ya lo estaba buscando, encontrando a Jesucristo. ¿Cómo construyó su futuro? Siguiéndolo a Él, Jesús, su amigo desde siempre. En palabras suyas: “Ninguna amistad es fiel sino en Cristo. Y sólo en Él puede ser feliz y eterna” (cf. Réplica a las dos cartas de los pelagianos, I, I, 1); «Ama verdaderamente al amigo quien ama a Dios en el amigo» (Sermón 336, 2). La amistad con Cristo, que está en la base de la fe, no es sólo una ayuda entre muchas otras para construir el futuro, es nuestra estrella polar. Como escribía el beato Pier Giorgio Frassati, «vivir sin fe, sin un patrimonio que defender, sin sostener una lucha por la Verdad no es vivir, sino ir tirando» (Cartas, 27 de febrero de 1925). Cuando nuestras amistades reflejan este intenso vínculo con Jesús, ciertamente se vuelven sinceras, generosas y verdaderas. Queridos jóvenes quieranse bien entre ustedes, quieranse bien en Cristo. Sepan ver a Jesús en los demás. La amistad puede realmente cambiar el mundo, la amistad es un camino para la paz.


2.- Pregunta 2 – El valor de decidir
Santo Padre, nuestros años están marcados por las decisiones importantes que estamos llamados a tomar para orientar nuestra vida futura. Sin embargo, por el clima de incertidumbre que nos circunda, la tentación de ir posponiendo tales decisiones y el miedo a un futuro desconocido nos paraliza. Sabemos que optar equivale a renunciar a algo y esto nos bloquea, a pesar de ello percibimos que la esperanza nos muestra objetivos alcanzables por más que estén marcados por la precariedad del tiempo actual.

Santo Padre, le preguntamos: ¿dónde podemos encontrar el valor para decidir? ¿Cómo podemos ser valientes y vivir la aventura de la libertad auténtica, tomando decisiones radicales y cargadas de significado?


Gracias por esta pregunta. ¿Cómo encontrar la valentía para escoger? La decisión es un acto humano fundamental. Observándolo con atención, entendemos que no se trata sólo de elegir algo, sino de optar por alguien. Cuando elegimos, en sentido profundo, decidimos qué queremos llegar a ser. La opción por excelencia, en efecto, es la decisión sobre nuestra vida: ¿qué tipo de hombre quieres ser?, ¿qué clase de mujer quieres ser? Queridos jóvenes, se aprende a elegir a través de las pruebas de la vida, y en primer lugar recordando que nosotros hemos sido elegidos. Este recuerdo debe explorarse y educarse. Hemos recibido la vida gratis, sin elegirla. No somos fruto de nuestra decisión, sino de un amor que nos ha querido. En el curso de la existencia, se demuestra verdaderamente amigo quien nos ayuda a reconocer y renovar esta gracia en las decisiones que estamos llamados a tomar.

Queridos jóvenes, es cierto lo que han dicho: “optar equivale también a renunciar a algo y esto a veces nos bloquea”. Para ser libres, es necesario partir de un fundamento estable, de la roca que sostiene nuestros pasos. Esta roca es un amor que nos precede, nos sorprende y nos supera infinitamente: el amor de Dios. Por eso, ante Él la decisión es un juicio que no nos quita ningún bien, sino que siempre nos lleva a lo mejor.

La valentía de elegir surge del amor que Dios nos manifiesta en Cristo. Él es quien nos ha amado con todo su ser salvando el mundo y mostrándonos así que el camino para realizarnos como personas es dar la vida. Por eso, el encuentro con Jesús corresponde a las esperanzas más profundas de nuestro corazón, porque Él es el Amor de Dios hecho hombre. A este respecto, hace veinticinco años, precisamente en el lugar donde nos encontramos, san Juan Pablo II dijo: «es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad; es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar» (Vigilia de oración en la XV Jornada Mundial de la Juventud, 19 agosto 2000). El miedo deja entonces espacio a la esperanza, porque estamos seguros de que Dios lleva a término lo que comienza. Reconozcamos su fidelidad en las palabras de quien ama de verdad, porque ha sido realmente amado. “Tú eres mi vida, Señor”, es lo que un sacerdote o una consagrada pronuncian llenos de alegría y de libertad. “Te recibo como mi esposa y como mi esposo” es la frase que transforma el amor del hombre y de la mujer en un signo eficaz del amor de Dios, en el matrimonio. Estas opciones radicales y llenas de significado: el matrimonio, el orden sagrado y la consagración religiosa, expresan el don de uno mismo, libre y liberador, que nos hace auténticamente felices.Y allí encontramos la felicidad cuando aprendemos a donarnos a nosotros mismos, donar la vida por los demás. Estas decisiones dan sentido a nuestra vida, transformándola según la imagen del Amor perfecto, que la ha creado y redimido de todo mal, incluso de la muerte. Lo digo esta tarde pensando en dos chicas, María de 20 años, española, y Pasquale de 18, egipcia. Ambas decidieron venir a Roma para el Jubileo de los Jóvenes, y la muerte las ha alcanzado en estos días. Recemos juntos por ellas. Recemos también por sus familias, por sus amigos, por sus comunidades; que Jesús Resucitado las reciba en la paz y la alegría de su Reino. Y también quisiera pedir sus oraciones por otro amigo, un joven español Ignacio Gonsalves, que ha sido ingresado en el Hospital Bambino Gesú. Recemos por él, por su salud. Encontrar la valentía de tomar opciones difíciles y decirle: Jesús, Tú eres mi vida Señor. Señor, Tú eres mi vida.


3.- Pregunta 3 – Llamada al bien
Santo Padre, nos sentimos atraídos por la vida interior, aunque a primera vista se nos juzgue como una generación superficial e irreflexiva. En lo más profundo de nuestro ser, nos sentimos atraídos por lo bello y lo bueno como fuentes de verdad. El valor del silencio, como en esta Vigilia, nos fascina, aunque a veces nos infunda temor por la sensación de vacío. Santo Padre, me gustaría preguntarle: ¿cómo podemos encontrar verdaderamente al Señor Resucitado en nuestras vidas y estar seguros de su presencia incluso en medio de las pruebas y las incertidumbres?


Para dar inicio a este Año Jubilar, el Papa Francisco publicó un documento titulado Spes non confundit, que significa «la esperanza no defrauda». En ese documento, escribió: «En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien» (Spes non confundit, 1). En la Biblia, la palabra “corazón” suele referirse al ser más íntimo de una persona, que incluye nuestra conciencia. Nuestra comprensión de lo que es bueno, entonces, refleja cómo nuestra conciencia ha sido moldeada por las personas que forman parte de nuestra vida; aquellas que fueron amables con nosotros, que nos escucharon con amor y que nos ayudaron. Esas personas contribuyeron a modelarte en la bondad y, por lo tanto, a formar tu conciencia para buscar el bien en tus decisiones de cada día.


Queridos jóvenes, Jesús es el amigo que siempre nos acompaña en la formación de nuestra conciencia. Si realmente quieren encontrar al Señor resucitado, escuchen su palabra, que es el Evangelio de la salvación. Reflexionen sobre su forma de vivir y busquen la justicia para construir un mundo más humano. Sirvan a los pobres y den testimonio así del bien que siempre nos gustaría recibir de nuestros vecinos. Adoren a Cristo en el Santísimo Sacramento, fuente de vida eterna.

Estudien, trabajen y amen siguiendo el ejemplo de Jesús, el buen Maestro que siempre camina a nuestro lado.

En cada paso, mientras buscamos lo que es bueno, pidámosle: quédate con nosotros, Señor (cf. Lc 24,29). Quédate con nosotros, porque sin ti no podemos hacer el bien que deseamos. Tú quieres nuestro bien; de hecho, tú eres nuestro bien. Quienes te encuentran también quieren que otros te encuentren, porque tu palabra es una luz más brillante que cualquier estrella, que ilumina incluso la noche más oscura. Al Papa Benedicto XVI le gustaba decir que quienes creen nunca están solos. En otras palabras, encontramos a Cristo en la Iglesia, es decir, en la comunión de quienes lo buscan sinceramente. El Señor mismo nos reúne para formar una comunidad, no solamente cualquier comunidad, sino una comunidad de creyentes que se apoyan mutuamente. ¡Cuánto necesita el mundo misioneros del Evangelio que sean testigos de justicia y paz! ¡Cuánto necesita el futuro hombres y mujeres que sean testigos de esperanza! Queridos jóvenes, ¡esta es la tarea que el Señor resucitado nos confía a cada uno de nosotros! San Agustín escribió: «Tú mismo lo mueves a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti. [...] Que yo, Señor, te busque invocándote y te invoque creyendo en ti» (Confesiones, I, 1).

Siguiendo esas palabras de Agustín, y en respuesta a sus preguntas, me gustaría invitar a cada uno de ustedes, queridos jóvenes, a decirle al Señor: “Gracias, Jesús, por llamarme. Mi deseo es seguir siendo uno de tus amigos, para que, abrazándote, yo también pueda ser un compañero de todos los que encuentre en el camino. Concédeme, Señor, que aquellos que me encuentren puedan encontrarte a ti, incluso a través de mis limitaciones y debilidades”. Al rezar con estas palabras, nuestro diálogo continuará cada vez que miremos al Señor crucificado, porque nuestros corazones estarán unidos en Él. Por último, mi oración por ustedes es que perseveren en la fe, con gozo y valentía. Y podemos decirle gracias Jesús por amarnos, gracias Jesús por habernos amado, gracias Jesús por habernos llamado. Quédate con nosotros, Señor.
TEXTO COMPLETO: Homilía del Papa León XIV en la Misa conclusiva del Jubileo de los Jóvenes
El Papa llegó en helicóptero a la gran explanada de Tor Vergata donde le esperaban más de un millón de jóvenes
3 de agosto de 2025 - Fuente Aciprensa



A las 9.00 (hora local), el Santo Padre León XIV presidió la Misa conclusiva del Jubileo de los Jóvenes en la gran explanada de Tor Vergata en el sur de Roma. Lea a continuación la homilía que el Santo Padre pronunció tras la proclamación del Evangelio:


Queridos jóvenes:

Después de la Vigilia que vivimos juntos ayer por la tarde, volvemos a encontrarnos hoy para celebrar la Eucaristía, Sacramento del don total de sí que el Señor ha hecho por nosotros. Podemos imaginar que recorremos, en esta experiencia, el camino realizado la tarde de Pascua por los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35).

Primero se alejaban de Jerusalén atemorizados y desilusionados; se iban convencidos de que, después de la muerte de Jesús, ya no había nada más que hacer, nada que esperar. Y, en cambio, se encontraron precisamente con Él, lo acogieron como compañero de viaje, lo escucharon mientras les explicaba las Escrituras, y finalmente lo reconocieron al partir el pan.

Entonces, sus ojos se abrieron y el gozoso anuncio de la Pascua encontró lugar en sus corazones. La liturgia de hoy no nos habla directamente de este episodio, pero nos ayuda a reflexionar sobre aquello que allí se narra: el encuentro con el Resucitado que cambia nuestra existencia, que ilumina nuestros afectos, deseos y pensamientos.

La primera lectura, del Libro de Qohélet, nos invita a tomar contacto, como los dos discípulos de los que hemos hablado, con la experiencia de nuestros límites, de la finitud de las cosas que pasan (cf. Qo 1,2;2,21-23); y el Salmo responsorial, que le hace eco, nos propone la imagen de «la hierba que brota de mañana: por la mañana brota y florece, y por la tarde se seca y se marchita» (Sal 90,5-6).

Son dos referencias fuertes, quizá un poco impactantes, pero que no deben asustarnos, como si fueran argumentos “tabú”, que se deben evitar. La fragilidad de la que hablan, en efecto, forma parte de la maravilla que somos. Pensemos en el símbolo de la hierba: ¿no es hermosísimo un prado florecido?

Ciertamente, es delicado, hecho con tallos delgados, vulnerables, propensos a secarse, doblarse, quebrarse; pero, al mismo tiempo, son reemplazados rápidamente por otros que florecen después de ellos; y los primeros se vuelven generosamente para estos alimento y abono, al consumirse en el terreno. Así vive el campo, renovándose continuamente, e incluso durante los meses fríos del invierno, cuando todo parece callar, su energía vibra bajo tierra y se prepara para explotar en miles de colores durante la primavera.


También nosotros, queridos amigos, somos así; hemos sido hechos para esto. No para una vida donde todo es firme y seguro, sino para una existencia que se regenera constantemente en el don, en el amor. Y por eso aspiramos continuamente a un “más” que ninguna realidad creada nos puede dar; sentimos una sed tan grande y abrasadora, que ninguna bebida de este mundo puede saciar.

No engañemos nuestro corazón ante esta sed, buscando satisfacerla con sucedáneos ineficaces. Más bien, escuchémosla. Hagámonos de ella un taburete para subir y asomarnos, como niños, de puntillas, a la ventana del encuentro con Dios. Nos encontraremos ante Él, que nos espera; más bien, que llama amablemente a la puerta de nuestra alma (cf. Ap 3,20). Y es hermoso, también con veinte años, abrirle de par en par el corazón, permitirle entrar, para después aventurarnos con Él hacia los espacios eternos del infinito.

San Agustín, hablando de su intensa búsqueda de Dios, se preguntaba: «¿Qué es, entonces, esa cosa tan esperada [...]? ¿La tierra? No. ¿Algo que se origina en la tierra, como el oro, la plata, el árbol, la mies, el agua? [...] Todas estas cosas causan deleite, son hermosas, son buenas» (Sermón 313/F, 3). Y concluía: «Busca a quien las hizo: él es tu esperanza» (ibíd.). Pensando, luego, en el camino que había recorrido, rezaba diciendo: «Y he aquí que tú [Señor] estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando [...]. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz» (Confesiones, 10, 27).


Son palabras muy hermosas, que nos recuerdan lo que decía el Papa Francisco en Lisboa, durante la Jornada Mundial de la Juventud, a otros jóvenes como ustedes: «Cada uno está llamado a confrontarse con grandes preguntas que no tienen [...] una respuesta simplista o inmediata, sino que invitan a emprender un viaje, a superarse a sí mismos, a ir más allá [...], a un despegue sin el cual no hay vuelo. No nos alarmemos, entonces, si nos encontramos interiormente sedientos, inquietos, incompletos, deseosos de sentido y de futuro [...]. ¡No estamos enfermos, estamos vivos!» (Discurso en el encuentro con los jóvenes universitarios, 3 agosto 2023).

Hay una inquietud importante en nuestro corazón, una necesidad de verdad que no podemos ignorar, que nos lleva a preguntarnos: ¿qué es realmente la felicidad? ¿Cuál es el verdadero sabor de la vida? ¿Qué es lo que nos libera de los pantanos del sinsentido, del aburrimiento y de la mediocridad?

Durante los días pasados ustedes han tenido muchas experiencias hermosas. Se han encontrado entre coetáneos provenientes de diferentes partes del mundo, pertenecientes a culturas distintas. Han intercambiado conocimientos, han compartido expectativas, han dialogado con la ciudad a través del arte, la música, la informática y el deporte. Después, en el Circo Máximo, acercándose al Sacramento de la Penitencia, han recibido el perdón de Dios y le han pedido su ayuda para una vida buena.

De todo esto se puede deducir una respuesta importante: la plenitud de nuestra existencia no depende de lo que acumulamos ni de lo que poseemos, como hemos escuchado en el Evangelio (cf. Lc 12,13-21); más bien, está unida a aquello que sabemos acoger y compartir con alegría (cf. Mt 10,8- 10; Jn 6,1-13). Comprar, acumular, consumir no es suficiente. Necesitamos alzar los ojos, mirar a lo alto, a las «cosas celestiales» (Col 3,2), para darnos cuenta de que todo tiene sentido, entre las realidades del mundo, sólo en la medida en que sirve para unirnos a Dios y a los hermanos en la caridad, haciendo crecer en nosotros “sentimientos de profunda compasión, de benevolencia, de humildad, de dulzura, de paciencia” (cf. Col 3,12), de perdón (cf. ibíd., v. 13) y de paz (cf. Jn 14,27), como los de Cristo (cf. Flp 2,5). Y en este horizonte comprenderemos cada vez mejor lo que significa que «la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).


Muy queridos jóvenes, nuestra esperanza es Jesús. Es Él, como decía san Juan Pablo II, «el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande, [...] para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad, haciéndola más humana y fraterna» (XV Jornada Mundial de la Juventud, Vigilia de oración, 19 agosto 2000). Mantengámonos unidos a Él, permanezcamos en su amistad, siempre, cultivándola con la oración, la adoración, la comunión eucarística, la confesión frecuente, la caridad generosa, como nos han enseñado los beatos Pier Giorgio Frassati y Carlo Acutis, que próximamente serán proclamados santos. Aspiren a cosas grandes, a la santidad, allí donde estén. No se conformen con menos.

Entonces verán crecer cada día la luz del Evangelio, en ustedes mismos y a su alrededor. Los encomiendo a María, la Virgen de la esperanza. Con su ayuda, al regresar a sus países en los próximos días, en cada parte del mundo, sigan caminando con alegría tras las huellas del Salvador, y contagien a los que encuentren con el entusiasmo y el testimonio de su fe. ¡Buen camino!

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