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lunes, 13 de julio de 2020

EL EVANGELIO DE HOY LUNES 13 DE JULIO DE 2020


Evangelio del día
Decimoquinta semana del Tiempo Ordinario - Año Par


“ El que pierda su vida por mí, la encontrará ”

Primera lectura
Lectura del libro de Isaías 1, 10-17

Oíd la palabra del Señor,
príncipes de Sodoma,
escucha la enseñanza de nuestro Dios,
pueblo de Gomorra.
«¿Qué me importa la abundancia de vuestros sacrificios?
—dice el Señor—.
Estoy harto de holocaustos de carneros,
de grasa de cebones;
la sangre de toros, de corderos y chivos
no me agrada.
Cuando venís a visitarme,
¿quién pide algo de vuestras manos
para que vengáis a pisar mis atrios?
No me traigáis más inútiles ofrendas,
son para mí como incienso execrable.
Novilunios, sábados y reuniones sagradas:
no soporto iniquidad y solemne asamblea.
Vuestros novilunios y solemnidades
los detesto;
se me han vuelto una carga
que no soporto más.
Cuando extendéis las manos
me cubro los ojos;
aunque multipliquéis las plegarias,
no os escucharé.
Vuestras manos están llenas de sangre.
Lavaos, purificaos, apartad de mi vista
vuestras malas acciones.
Dejad de hacer el mal,
aprended a hacer el bien.
Buscad la justicia,
socorred al oprimido,
proteged el derecho del huérfano,
defended a la viuda».


Salmo
Sal 49, 8-9. 16bc-17. 21 y 23 R/.
 Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios.


V/. No te reprocho tus sacrificios,
pues siempre están tus holocaustos ante mí.
Pero no aceptaré un becerro de tu casa,
ni un cabrito de tus rebaños. R/.

V/. ¿Por qué recitas mis preceptos
y tienes siempre en la boca mi alianza,
tú que detestas mi enseñanza
y te echas a la espalda mis mandatos? R/.

V/. Esto haces, ¿y me voy a callar?
¿Crees que soy como tú?
Te acusaré, te lo echaré en cara.
El que me ofrece acción de gracias,
ése me honra;
al que sigue buen camino
le haré ver la salvación de Dios». R/.


Evangelio del día
Lectura del santo evangelio según san Mateo 10, 34 – 11, 1

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles:
«No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz:
no he venido a sembrar paz, sino espada. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa.
El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo.
El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa».
Cuando Jesús acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades.




Reflexión del Evangelio de hoy

"¿Qué me importa la abundancia de vuestros sacrificios?"
El profeta denuncia sin ambages la hipocresía de un culto religioso que se cree capaz de comprar a Dios y sus favores o, incluso, de engañarle, como si Dios no conociera los corazones. Pero, «¿quién pide algo de vuestras manos para que vengáis a pisar mis atrios?». En realidad, con esta actitud, el hombre religioso se está olvidando que Dios no necesita nada de él, al contrario, que si Dios le da la posibilidad de un trato con él, a través del culto, de la liturgia, de los sacramentos, es para bien de la criatura, sedienta de Dios. Somos nosotros los primeros y únicos que nos engañamos cuando vivimos todo ello desde la mentira y la falsedad.

Que nuestro culto alimenta nuestra vida es fácil de ver. A veces es más difícil reconocer que nuestra liturgia ha de ser también expresión de lo que vivimos. Y que precisamente se dé esta doblez en algo tan “sagrado” hace de ello algo especialmente doloroso para Dios: «Vuestros novilunios y solemnidades los detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más».

Es la continua tentación del pueblo judío, del hombre religioso por naturaleza, también de cada uno de nosotros. Tranquilizar nuestras conciencias y disimular la exigencia de la vida cristiana detrás de un culto vacío, en unos ritos impuestos e hipócritas mientras el corazón está encerrado en sí mismo, el egoísmo nos absorbe y la justicia o el bien ocupan el último lugar en nuestras preocupaciones.

Celebración y vida han de ir de la mano. El trato con Dios debe iluminar y convertir nuestros corazones. Y nuestra culto a Dios será expresión de lo que vivimos de manera que nuestra vida será una liturgia toda ella y nuestras liturgias estarán llenas de vida.

¿Qué sintonía se da entre tus celebraciones y tu vida? ¿Es el culto y los sacramentos espacios donde se alimenta tu fe y, al mismo tiempo, donde se expresa lo que vives?

"No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz"
En la última cena, Jesús les dice a sus discípulos: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo». Quizá sea esto lo que esté tratando de decir cuando ahora asegura que no ha venido a sembrar paz. Desde luego no ha venido a adormecer conciencias, como hace la paz que nos ofrece el mundo; una paz que no se cimenta en la Verdad y la Justicia, sino en la evasión, en el egoísmo tranquilo que no se complica. No. Desde luego, Jesús no ha venido a traer esa paz. Todo lo contrario. Aquel que se hace discípulo suyo, aquel que se encuentra verdadera y existencialmente con él se siente irremediablemente urgido a hacer de él el centro, medida y razón de todo lo demás, también de sus relaciones, complicándose muchas veces la existencia, al menos a los ojos del mundo.

Cuando dejamos que sea la fe y la búsqueda de la voluntad de Dios las que marquen nuestro camino, muchas veces experimentamos la guerra, incluso en nuestro interior. Una batalla entre nuestra mundanidad práctica, tranquila y egoísta, y la fidelidad a una llamada interior que no se conforma, que anhela la Verdad y la coherencia.  Es esa la guerra que provoca Jesús. Una guerra donde los enemigos de cada uno serán los de su propia casa. El encuentro con Jesús, con su Palabra, cada día, pone patas arriba nuestra comodidad, nuestro letargo y nos hace enfrentar batalla con nuestras propias mundanidades asumidas.

Y, también, este primer lugar que reclama Jesús nos puede enfrentar en nuestras relaciones. No porque él desprecie la unidad familiar o los lazos humanos. No se trata aquí de un descartar entre lo que amamos y lo que odiamos, no está pidiendo ser el único en nuestras vidas, sino el primero. Es un poner de manifiesto lo que en nuestra vida ocupa el primer puesto, y resituar desde ahí lo que es secundario o, mejor dicho, lo que está en función de esa prioridad. Se trata de un orden distinto y más profundo de enfocar los vínculos humanos.

En su propio recorrido biográfico Jesús vivió esta pertenencia a Dios sin despreciar a quienes eran sus padres. Al ser hallado en el templo, siendo un adolescente, ya les recuerda: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» y, aun más, a la mujer espontánea que bendice a María por su maternidad biológica, Jesús especifica: «Dichosos más bien lo que oyen la Palabra de Dios y la guardan».

Los lazos de la carne son muchas veces débiles e insuficientes. Lo hemos comprobado con frecuencia. Compartir genes o caracteres no basta para conservar la paz y la unidad entre los miembros de una familia o sociedad. Lo que san Agustín refirió a María en su relación con Jesús, su hijo, se puede aplicar a cada uno de nosotros en nuestras relaciones humanas: Más dicha le aporta el haber sido discípula de Cristo que el haber sido su madre.Los lazos de la fe sostienen nuestras relaciones con mucha más fuerza, profundidad y solidez que cualquier vínculo meramente humano. Y así como es particularmente dolorosa la soledad de quien se siente incomprendido por sus familiares en la vivencia de su fe, así es especialmente fuerte y poderosa la comunión que se da cuando compartimos la fe y la misma búsqueda de la voluntad de Dios, la misma condición de discípulos, con  quienes ya compartíamos el ADN, el carácter, las aficiones, preocupaciones o gustos.

En este hacer de Jesús el centro de nuestra vida no desaparecen el resto de realidades de las que él supo disfrutar y de las que nosotros también estamos llamados a gozar, sino que se resitúan correctamente en función de este orden de prioridades. Esta es la cruz que nos invita a cargar: la soledad e incomprensión que se derivan de la opción por la coherencia y radicalidad. En esto consiste el hacerse digno de Él: en la audacia que rompe con las medias tintas y se atreve a optar por él. Porque la tentación es no llegar a elegir nunca nada ni a nadie para mantener abiertas todas las posibilidades indefinidamente. Ese es el querer “guardar la vida”, sin arriesgar, sin optar, ni decidir. Peroquien la pierda por él, quien no le anteponga nada a Cristo, aun a riesgo de complicarse la existencia, la encontrará.

¿Cuál es el orden de tus prioridades? ¿En función de qué se ordenan tus decisiones y tus relaciones? ¿Quién o qué ocupa el primer lugar?


Sor Teresa de Jesús Cadarso O.P.

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