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miércoles, 10 de mayo de 2017

SAN JUAN DE ÁVILA, REFORMADOR Y ESCRITOR, 10 DE MAYO


Hoy 10 de mayo celebramos a San Juan de Ávila, patrono de los sacerdotes españoles



 (ACI).- "Más preferiría vivir sin piel, que vivir sin devoción a la Virgen María", decía San Juan de Ávila, patrono de los sacerdotes españoles, reformador y escritor. La fiesta de este gran misionero, director de almas y consejero de muchos santos se celebra cada 10 de mayo.

San Juan de Ávila nació por el año 1500 en España en una familia rica. Estudió en la Universidad de Alcalá, fue ordenado sacerdote en 1526 y repartió los bienes que le habían dejado sus padres entre los necesitados.


Un gran número de fieles acudía siempre a escuchar sus predicaciones que preparaba arrodillado y en oración por varias horas. En ocasiones se pasaba toda la noche ante el crucifijo o el Santísimo encomendando la prédica y así obtenía muchas conversiones.


"Para poder obtener conversiones hay que tener fe en que sí se conseguirán conversiones. ¡La fe mueve montañas!”, decía el Santo. Además, solía recordar que la principal cualidad para ser un buen predicador es “¡Amar mucho a Dios!”

Con su entusiasmo contagiaba a muchos sacerdotes en la Evangelización. Los enemigos y envidiosos lo acusaron ante la inquisición con falsos testimonios y fue encarcelado. Al salir libre fue ovacionado por el pueblo.

San Juan de Ávila fue amigo y consejero de San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Juan de Dios, San Francisco de Borja, San Pedro de Alcántara y Fray Luis de Granada.

Partió a la Casa del Padre un 10 de mayo de 1569 diciendo: “Jesús y María”. Fue canonizado por el Beato Pablo VI en 1970.




Sus años de sacerdocio


Durante sus estudios en Alcalá, murieron sus padres. Juan fue ordenado sacerdote en 1526, y quiso venerar la memoria de sus padres celebrando su Primera Misa en Almodóvar del Campo. La ceremonia estuvo adornada por la presencia de doce pobres que comieron luego a su mesa. Después vendió todos los bienes que le habían dejado sus padres, los repartió a los pobres, y se dedicó enteramente a la evangelización, empezando por su mismo pueblo.

Un año después, se ofreció como misionero al nuevo obispo de Tlascala (Nueva España), Fr. Julián Garcés, que habría de marchar para América en 1527 desde el puerto de Sevilla. Con este firme propósito de ser evangelizador del Nuevo Mundo, se trasladó san Juan de Ávila a Sevilla, donde mientras tanto se entregó de lleno al ministerio, en compañía de su compañero de estudios en Alcalá el venerable Fernando de Contreras. Ambos vivían pobremente, entregados a una vida de oración y sacrificio, asistencia a los pobres, de enseñanza del catecismo.

Esta amistad y convivencia con Fernando de Contreras, fueron posiblemente las que motivaron el cambio de las ansias misioneras de Juan de Ávila. El P. Contreras habló con el arzobispo de Sevilla, D. Alonso Manrique, y éste le ordenó a Juan que se quedara en las ‘Indias’ del mediodía español. El mismo arzobispo quiso conocer personalmente la valía del nuevo sacerdote y le mandó predicar en su presencia. Juan de Ávila contaría después la vergüenza que tuvo que pasar; orando la noche anterior ante el crucifijo, pidió al Señor que, por la vergüenza que él pasó desnudo en la cruz, le ayudara a pasar aquel rato amargo. Y cuando, al terminar el sermón, le colmaron de alabanzas, respondió: <<Eso mismo me decía el demonio al subir al púlpito.

Durante algún tiempo continuó el ministerio juntamente con Fernando de Contreras. Pronto se dirigió a predicar y ejercer el ministerio en Écija (Sevilla). Uno de sus primeros discípulos y compañero fue Pedro Fernández de Córdoba, cuya hermana de catorce años, D.ª Sancha Carrillo (ambos hijos de los señores de Guadalcázar, Córdoba), comenzó una vida de perfección bajo la guía del Maestro Ávila. La que habría sido dama de la emperatriz Isabel, pasó a ser (después de confesarse con san Juan de Ávila) una de las almas más delicadas de la época y destinataria de las enseñanzas del Maestro en el Audi, Filia, preciosa pieza espiritual del siglo XVI y único libro escrito por Juan de Ávila. Su predicación se extendía también a Jerez de la Frontera, Palma del Río, Alcalá de Guadaira, Utrera..., juntamente con la labor de confesionario, dirección de almas, arreglo de enemistades.

Pero su presencia en Écija pronto le va a acarrear las enemistades y la persecución. El primer incidente ocurrió cuando un comisario de bulas impidió la predicación de Juan para poder predicar él la bula de que era comisario. El auditorio, sin embargo, dejó al bulero solo en la iglesia principal y fue a escuchar a Juan de Ávila en otra iglesia. Después del suceso, el comisario de bulas, en plena calle, propinó una bofetada a Juan. Éste se arrodilló y dijo humildemente: <<emparéjeme esta otra mejilla, que más merezco por mis pecados>>. Este hecho y las envidias de algunos eclesiásticos, llevaron precisamente a los clérigos a denunciar a San Juan de Ávila ante la Inquisición sevillana en 1531.


La Inquisición

Desde 1531 hasta 1533 Juan de Ávila estuvo procesado por la Inquisición. Las acusaciones eran muy graves en aquellos tiempos: llamaba mártires a los quemados por herejes, cerraba el cielo a los ricos, no explicaba correctamente el misterio de la Eucaristía, la Virgen había tenido pecado venial, tergiversaba en sentido de la Escritura, era mejor dar limosna que fundar capellanías, la oración mental era mejor que la oración vocal... Todo menos la verdadera acusación: aquel clérigo no les dejaba vivir tranquilos en su cristianismo o en su vida ‘clerical’. Y Juan fue a la cárcel donde pasó un año entero.

Juan de Ávila no quiso defenderse y la situación era tan grave que le advirtieron que estaba en las manos de Dios, lo que indicaba la imposibilidad de salvación; a lo que respondió: <<No puede estar en mejores manos>>. San Juan fue respondiendo uno a uno todos los cargos, con la mayor sinceridad, claridad y humildad, y un profundo amor a la Iglesia y a su verdad. Y aquél que no quiso tachar a los cinco testigos acusadores, se encontró con que la Providencia le proporción 55 que declararon a su favor.

Este tiempo en la cárcel produjo sus frutos interiores, al igual que lo hiciera con san Juan de la Cruz. En ella escribió un proyecto del Audi, Filia, pero sobre todo, como él nos cuenta, allí aprendió, más que en sus estudios teológicos y vida anterior, el misterio de Cristo. Juan fue absuelto. Pero lo que más humillante fue la sentencia de absolución: “Haber proferido en sus sermones y fuera de ellos algunas proposiciones que no parecieron bien sonantes”, y le mandan, bajo excomunión, que las declare convenientemente, donde las haya predicado.


Viajes y ministerio

En 1535 marcha Juan de Ávila a Córdoba, llamado por el obispo Fr. Álvarez de Toledo. Allí conoce a Fr. Luis de Granada, con quien entabla relaciones espirituales profundas. Organiza predicaciones por los pueblos (sobre todo por la Sierra de Córdoba), consigue grandes conversiones de personas muy elevadas, entabla buenas relaciones con el nuevo obispo de Córdoba, D. Cristobal de Rojas, que quien dirigirá las Advertencias al Concilio de Toledo.

La labor realizada en Córdoba fue muy intensa. Prestó mucha atención al clero, creando centros de estudios, como el Colegio de San Pelagio (en la actualidad el Seminario Diocesano), el Colegio de la Asunción (donde no se podía dar título de maestro sin haberse ejercitado antes en la predicación y el catecismo por los pueblos). Explica las cartas de san Pablo a clero y fieles. Un padre dominico, que primero se había opuesto a la predicación de san Juan, después de escuchar sus lecciones, dijo: <<vengo de oír al propio san Pablo comentándose a sí mismo.

Córdoba es la diócesis de san Juan de Ávila, tal vez ya desde 1535, pero con toda seguridad desde 1550. Allí le vemos cuando murió D.ª Sancha Carrillo, en 1537, de quien escribió una biografía que se ha perdido. Predica frecuentemente en Montilla, por ejemplo la cuaresma de 1541. Y las célebres misiones de Andalucía (y parte de Extremadura y Castilla la Mancha) las organiza desde Córdoba (hacia 1550-1554). Juan recibiría en Córdoba el modesto beneficio de Santaella, que le vinculó a la diócesis cordobesa para lo restante de su vida. En el Alcázar Viejo de Córdoba reuniría a veinticinco compañeros y discípulos con los que trabajaba en la evangelización de las comarcas vecinas.

A Granada acudió san Juan de Ávila, llamado por el arzobispo D. Gaspar de Avalos, el año 1536. Es en Granada donde tiene lugar el cambio de vida de san Juan de Dios; en la ermita de san Sebastián, oyendo a san Juan de Ávila, Juan Cidad, antiguo soldado y ahora librero ambulante, se convirtió en san Juan de Dios. En numerosas ocasiones san Juan de Dios a Montilla para dirigirse espiritualmente con el Maestro Ávila, convirtiéndose en su más fiel discípulo.

El duque de Gandía, Francisco de Borja, fue otra alma predilecta influida por la predicación de san Juan de Ávila; las honras fúnebres predicadas por éste en las exequias de la emperatriz Isabel (1539) fueron la ocasión providencial que hicieron cambiar de rumbo la vida del futuro general de la Compañía.

En Granada lo vemos formando el primer grupo de sus discípulos más distinguidos. En Granada también, en 1538 están fechadas las primeras cartas de san Juan de Ávila que conocemos. En los años sucesivos vemos a san Juan de Ávila en Córdoba, Baeza, Sevilla, Montilla, Zafra, Fregenal de la Sierra, Priego de Córdoba. La predicación, el consejo, la fundación de colegios, le llevan a todas partes.

La cuaresma de 1545 la predicó en Montilla. Su predicación iba siempre seguida de largas horas de confesionario y de largas explicaciones del catecismo a los niños; éste era un punto fundamental de su programa de predicación.


Los colegios

En todas las ciudades por donde pasaba, Juan de Ávila procuraba dejar la fundación de algún colegio o centro de formación y estudio. Sin duda, la fundación más celebre fue la Universidad de Baeza (Jaén). La línea de actuación que allí impuso era común a todos sus colegios, como puede verse plasmada en los Memoriales al Concilio de Trento, donde pide la creación de seminarios, para una verdadera reforma de la Iglesia y del clero.

Predicando el Evangelio.

Es la definición que mejor cuadra a Juan de Ávila: predicador. Éste es precisamente el epitafio que aparece en su sepulcro: “mesor eram”. El centro de su mensaje era Cristo crucificado, siendo fiel discípulo de san Pablo. Predicaba tanto en las iglesias como incluso en las calles. Sus palabras iban directamente a provocar la conversión, la limpieza de corazón. El contenido de su predicación era siempre profundo, con una teología muy escriturística. Pero ésta estaba sobre todo precedida de una intensa oración. Cuando le preguntaban qué había que hacer para predicar bien, respondía: ‘amar mucho a Dios’.

Los textos de los sermones de san Juan de Ávila están acomodados al tiempo litúrgico. Los temas principales son la Eucaristía, el Espíritu Santo, la pasión, el tiempo litúrgico; siendo el tema predilecto para los clérigos el del sacerdocio. La fuerza de su predicación se basaba en la oración, sacrificio, estudio y ejemplo. Podía hablar claro quien había renunciado a varios obispados y al cardenalato, y quien no aceptaba limosnas ni estipendios por los sermones, ni hospedaje en la casa de los ricos o en los palacios episcopales. El desprecio y conocimiento de sí mismo era el secreto para guardar el equilibrio al reprender a los demás, considerándose siempre inferior a los demás.

Su modelo de predicador era san Pablo, al que procuraba imitar sobre todo en el conocimiento del misterio de Cristo. Afirma su biógrafo el Lic. Muñoz que “no predicaba sermón sin que por muchas horas la oración le precediese”, ya que “su principal librería” era el crucifijo y el Santísimo Sacramento.

La misión apostólica de la predicación era precisamente uno de los objetivos de la fundación de sus colegios de clérigos. Ésta era también una de las finalidades de los Memoriales dirigidos al Concilio de Trento.


Retiro y escuela sacerdotal

Desde 1511 Juan de Ávila se sintió enfermo. Gastado en un ministerio duro, sintió fuertes molestias que le obligaron a residir definitivamente en Montilla desde 1554 hasta su muerte. Rehusó la habitación ofrecida en el palacio de la marquesa de Priego, y se retiró en una modesta casa propiedad de la marquesa. Su vida iba transcurriendo en la oración, la penitencia, la predicación (aunque no tan frecuente), las pláticas a los sacerdotes o novicios jesuitas, la confesión y dirección espiritual, el apostolado de la pluma.

Su enfermedad la ofreció para inmolarse por la Iglesia, a la que siempre había servido con desinterés. Cuando arreciaba más la enfermedad, oraba así: “Señor, habeos conmigo como el herrero: con una mano me tened, y con otra dadme con el martillo”.

Pero a Juan todavía le quedaban quince años de vida fructífera, que empleó avaramente en la extensión del Reino de Dios. El retiro de Montilla le dio la posibilidad de escribir con calma sus cartas, la edición definitiva del Audi, Filia, sus sermones y tratados, los Memoriales al Concilio de Trento, las Advertencias al Concilio de Toledo y otros escritos menores. Se puede decir que Juan de Ávila inicia con sus escritos la mística española del Siglo de oro. Si en otros períodos de su vida se podía calificar de predicador, misionero, fundador de colegios, ahora, en Montilla, se puede resumir su vida diciendo que era escritor.

El Audi, Filia, a pesar de todas las vicisitudes por las que pasó, y tras retocarlo de nuevo en Montilla, queriéndolo confrontar con las enseñanzas de Trento, fue publicado después de su muerte. El rey Felipe II lo apreció tanto que pidió no faltara nunca en El Escorial. El Card. Astorga, arzobispo de Toledo, diría que, con él, “había convertido más almas que letras tiene”. Prácticamente es el primer libro en lengua vulgar que expone el camino de perfección para todo fiel, aun el más humilde. El sentido de perfección cristiana es el sentido eclesial de desposorio de la Iglesia con Cristo. Éste y otros libros de Juan influyeron posteriormente en autores de espiritualidad.

Las cartas de Juan de Ávila llegaban a todos los rincones de España e incluso a Roma. De todas partes se le pedía consejo. Obispos, santos, personas de gobierno, sacerdotes, personas humildes, enfermos, religiosos y religiosas, eran los destinatarios más frecuentes. Las escribía de un tirón, sin tener tiempo para corregirlas. Llenas de doctrina sólida, pensadas intensamente, con un estilo vibrante.

No hay en todo el siglo XVI ningún autor de vida espiritual tan consultado como Juan de Ávila. Examinó la Vida de santa Teresa, se relacionó frecuentemente con san Ignacio de Loyola o con sus representantes, con san Francisco de Borja, san Juan de Dios, san Pedro de Alcántara, San Juan de Ribera, fray Luis de Granada.

A Juan de Ávila se le llama <<reformador>>, si bien sus escritos de reforma se ciñen a los Memoriales para el Concilio de Trento, escritos para el arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, ya que Juan de Ávila no pudo acompañarle a Trento debido a su enfermedad, y a las Advertencias al Concilio de Toledo, escritas para el obispo de Córdoba, D. Cristóbal de Rojas, que habrían de presidir el Concilio de Toledo (1565), para aplicar los decretos tridentinos.

La doctrina de san Juan de Ávila sobre le sacerdocio quedó esquematizada en un Tratado sobre el sacerdocio, del que conocemos sólo una parte, pero una belleza y contenido extraordinarios, y que sirvió de pauta para sus pláticas y retiros a clérigos, y para que sus discípulos hicieran otro tanto donde no podía llegar ya el Maestro.

Este término aparece con frecuencia en las primeras biografías de nuestro santo, para referirse a sus discípulos. Todos ellos tienen un denominador común, a pesar de ministerios muy diversos y de encontrarse en lugares muy distantes: predicar el misterio de Cristo, enderezar las costumbres, renovación de la vida sacerdotal según los decretos conciliares, no buscar dignidades ni puestos elevados, vida intensa de oración y penitencia, paciencia en las contradicciones y persecuciones, sentido de Iglesia, enseñar la doctrina cristiana, dirección espiritual, etc. Los encontramos en los pueblecitos más alejados de pastores y agricultores como en las aldeas de Fuenteovejuna, como entre los consejeros de los grandes; en los colegios y universidades o en las costas de Andalucía; en las prelaturas o en las minas de Almadén.

El grupo sacerdotal de Juan de Ávila parece que se estructura en Granada hacia el año 1537, aunque ya antes se habían hecho discípulos suyos algunos sacerdotes de Sevilla, Écija y Córdoba. En Córdoba reunió a más de veinte en el Alcázar Viejo. Y fue allí donde dirigió un centro misional durante ocho o nueve años. La gran misión del mediodía español es una de las manifestaciones típicas de la escuela sacerdotal de Juan de Ávila.

La escuela sacerdotal de Juan de Ávila no se puede estudiar sino teniendo a la vista la relación con la Compañía de Jesús. Juan encaminó a muchos de sus discípulos a la Compañía, y hubo intentos de fusión, cesión de colegios, estudio conjunto, ayuda a los jesuitas, que en Salamanca encontraron muchas dificultades. Pero Juan de Ávila no entró en la Compañía. Éste era el gran deseo de san Ignacio, hasta el punto de afirmar que “o nosotros nos unamos a él o él a nosotros”. Pero la voluntad del Señor no era ésta, la enfermedad de Juan y los caminos del Señor lo impidieron. A pesar de ello, él fue enviando a sus mejores discípulos a la Compañía.

La escuela sacerdotal avilista ser refleja principalmente en su Maestro. El testimonio y la doctrina de Juan dejaron huella imborrable, como le iba dejando su sello personal que tenía dibujado el Santísimo Sacramento. En sus discípulos dejó impresa la ilusión por la vocación sacerdotal, el amor al sacerdocio, con los matices de la vida eucarística, vida litúrgica y de oración personal profunda, devoción al Espíritu Santo, a la Pasión del Señor, a la Virgen María, entrega total al servicio desinteresado de la Iglesia en la expansión del Reino y la predicación de la Palabra de Dios. Pero lo que consideraba esencial en todo aquel que quería ser buen sacerdote era la vida de oración, ya que en la caridad y en la oración era en los que según él habrían de consistir los exámenes de Órdenes.

En la Santa Misa centraba toda la evangelización y vida sacerdotal. La celebraba empleando largo tiempo, con lágrimas por sus pecados. Sobre la Eucaristía jamás le faltó materia para predicar, especialmente en la fiesta y octava del Corpus. “Trátalo bien, que es hijo de buen Padre”, dijo a un sacerdote de Montilla que celebraba con poca reverencia; la corrección tuvo como efecto conquistar un nuevo discípulo. Ya enfermo en Montilla, quiso ir a celebrar misa a una ermita; por el camino se sintió imposibilitado; el Señor, en figura de peregrino, se le apareció y le animó a llegar hasta la meta. Fue el gran apóstol de la comunión frecuente, a pesar de las contradicciones que se le siguieron. Prefería la presencia eucarística a la visita de los Santos Lugares.

Su virtud principal fue la caridad. Tenía un amor entrañable a la humanidad de Cristo: “el Verbo encarnado fue el libro y juntamente maestro”. Su Tratado del amor de Dios es una joya de la literatura teológica en lengua castellana. Su amor al prójimo fue la expresión del ministerio sacerdotal. Toda la obra de Juan de Ávila mira hacia la caridad cristiana. De ahí la preocupación por la educación cristiana y humana integral, la preocupación por los problemas sociales, por la reforma del estado seglar (como él decía), por la reforma del clero.

Una cruz grande de palo en su habitación de Montilla, la renuncia a las prebendas y obispados (el de Segovia y Granada), así como el capelo cardenalicio (ofrecido por Paulo III), son índice de la pobreza y humildad de quien “fue obrero sin estipendio..., y habiendo servido tanto a la Iglesia, no recibió de ella un real” (Lic. Muñoz). No renunció al episcopado por desprecio, sino por imitar al Señor y por sentirse indigno. Su amor a la pobreza no tiene otra motivación sino un amor profundo a Jesucristo. Asistía a los pobres. Vivía limpia y pobremente y no consiguieron cambiarle el manteo o la sotana ni aun con engaño.

Su humildad le llevó a ser un verdadero reformador. No pudieron sacarle ningún retrato. Su predicación iba siempre acompañada del catecismo a los niños; su método catequético tiene sumo valor en la historia de la pedagogía.

El celo por la extensión del Reino aparece en sus obras y palabras. Las cartas a los predicadores son pura llama de apóstol. No admitía que murmurasen de nadie. La castidad la veía en relación al sacerdocio, principalmente como ministro de la Eucaristía. La devoción a María la expresa continuamente y la aconseja a todo el mundo.

De todas sus virtudes, de su prudencia, consejo, discreción, etc., hablan sus biógrafos. Pero él conocía bien sus propios defectos y, por eso, pidió en las últimas horas de su vida que no le hablaran de cosas elevadas, sino que le dijeran lo que se dice a los que van a morir por sus delitos. A Juan de Ávila no le atraían propiamente las virtudes en sí mismas, sino el misterio de Cristo vivido y predicado.

Entregado al estudio continuo de las Escrituras y de otras materias eclesiásticas, gastando su vida en la oración, predicación y fundación de obras apostólicas y sociales, en la dirección de las almas y en la enseñanza del catecismo, en la formación de sacerdotes y futuros sacerdotes, Juan de Ávila es un maestro de apóstoles.

La figura personal y pastoral de Juan de Ávila encontró pronto eco en Italia con san Carlos Borromeo, y en Francia en la escuela sacerdotal francesa del siglo XVII. Pero su obra quedó, en parte, en la tiniebla en su aportación más profunda a la vida evangélica precisamente para el clero diocesano y la vida de perfección cristiana en las estructuras de todo el pueblo de Dios.


Su muerte

La estancia definitiva en Montilla fue especialmente fructífera. Dejó una huella imborrable en los sacerdotes de la ciudad. En una de sus últimas celebraciones de la misa le hablo un hermoso crucifijo que él veneraba: “perdonados te son tus pecados”.

Pero la enfermedad iba pudiendo más que su voluntad. A principio de mayo de 1569 empeoró gravemente. En medio de fuertes dolores se le oía rezar: “Señor mío, crezca el dolor, y crezca el amor, que yo me deleito en el padecer por vos”. Pero en otras ocasiones podía la debilidad: “¡Ah, Señor, que no puedo!”. Una noche, cuando no podía resistir más, pidió al Señor le alejara el dolor, como así se hizo en efecto; por la mañana, confundido, dijo a los suyos: “¡Qué bofetada me ha dado Nuestro Señor esta noche!”.

Juan de Ávila no hizo testamento, porque dijo que no tenía nada que testar. Pidió que celebraran por él muchas misas; rogó encarecidamente que le dijeran lo que se dice a quienes van a morir por sus delitos. Quiso que se celebrara la misa de resurrección en aquellos momentos en que se encontraba tan mal. Manifestó el deseo de que su cuerpo fuera enterrado en la iglesia de los jesuitas, pues a los que tanto había querido en vida, quiso dejarles su cuerpo en muerte. Quiso recibir la Unción con plena conciencia. Invocó a la Virgen con el Recordare, Virgo Mater... Y una de sus últimas palabras mirando el crucifijo, fue “ya no tengo pena de este negocio”. Era el 10 de mayo de 1569. Santa Teresa, al enterarse de la muerte de Juan de Ávila, se puso a llorar y, preguntándole la causa, dijo: “Lloro porque pierde la Iglesia de Dios una gran columna”.

La persona, los escritos, la obra y los discípulos de Juan de Ávila influirán en los siglos posteriores. Hemos visto los santos y autores que estuvieron relacionados más o menos con san Juan de Ávila; casi todos ellos influenciados por sus escritos, por su persona o por su obra. Se suelen encontrar, además, vestigios de influencia místico-poética en san Juan de la Cruz y en Lope de Vega. San Francisco de Sales y san Alfonso Mª de Ligorio citan frecuentemente a san Juan de Ávila. Y san Antonio Mª Claret reconocía el bien que le hicieron los escritos de san Juan de Ávila como predicador. Su influencia es notoria en la escuela francesa de espiritualidad sacerdotal, en cuyos escritos y doctrina se inspiraron.

En 1588, Fr. Luis de Granada, recogiendo algunos escritos enviados por los discípulos y recordando su propia convivencia con san Juan de Ávila, escribió la primera biografía. En 1623, la Congregación de san Pedro Apóstol, de sacerdotes naturales de Madrid, inicia la causa de beatificación. En 1635, el Licdo. Luis Muñoz escribe la segunda biografía de Juan de Ávila, basándose en la de Fr. Luis, en los documentos del proceso de beatificación y en algunos documentos que se han perdido. El día 4 de abril de 1894, León XIII beatifica al Maestro Ávila. Pío XII, el 2 de julio de 1946 lo declara Patrono del clero secular español. Pero el maestro de santos tendrá que esperar hasta el año 1970 para ser canonizado por el Papa Pablo VI.

La iglesia de la Compañía de Montilla, donde descansan sus restos, y la pequeña casa donde vivió sus últimos años san Juan de Ávila, son centros de continuo peregrinar de obispos, sacerdotes y fieles de toda España.

La Conferencia Episcopal Española ha pedido a la Santa Sede, con motivo del centenario del nacimiento de san Juan de Ávila, que sea declarado Doctor de la Iglesia Universal. Esperamos que aquél que ha sido conocido a lo largo de los últimos cinco siglos como el Maestro, pronto le sea reconocido por la Iglesia oficial el título de Doctor y Maestro del pueblo cristiano.


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