lunes, 15 de septiembre de 2014

Los Santos de hoy martes 16 de septiembre de 2014

Los Santos de hoy martes 16 de septiembre de 2014
 Cornelio y Cipriano, Santos
Mártires, 16 de septiembre
 Juan Macías, Santo
Dominico, 16 de septiembre
 Cipriano, Santo
Obispo y Mártir, 16 de septiembre
 Eufemia de Calcedonia, Santa
Mártir, 16 de septiembre
 Víctor III, Beato
CLVIII Papa, 16 de septiembre
 Ludmila, Santa
Mártir, 16 de septiembre
 Cornelio, Santo
XXI Papa y Mártir, 16 de septiembre
 Ninian, Santo
Obispo, 16 de septiembre
 Rogelio y Servideo, Santos
Mártires, 16 de septiembre

EL EVANGELIO DE HOY: LUNES 15 DE SEPTIEMBRE DEL 2014



Autor: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net
María, una espada te atravesará el corazón
Lucas 2, 33-35. Nuestra Señora de los Dolores. Ella nos enseña la gallardía con que el cristiano debe sobrellevar el dolor.
 
María, una espada te atravesará el corazón
María, una espada te atravesará el corazón
Del santo Evangelio según san Lucas 2, 33-35

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: "Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones."

Oración introductoria

Jesús, hoy no quiero pedirte nada, quiero ofrecerte más bien todo lo que soy y mi humilde esfuerzo de imitar a María, que ante el inmenso e inmerecido dolor que sufrió, supo guardar en su corazón todo lo que no logró comprender. Con mucha fe, confianza y amor te suplico, Madre santísima, que intercedas por mí ante tu amado Hijo.

Petición

María, acompáñame en mi camino de vida, como lo hiciste con tu Hijo Jesús.

Meditación del Papa Francisco

Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque "derribó de su trono a los poderosos" y "despidió vacíos a los ricos" es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también la que conserva cuidadosamente "todas las cosas meditándolas en su corazón".
María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás "sin demora".
Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. (S.S. Francisco, exhortación apostólica Evangelii gaudium n. 288) .

Reflexión

Cuando Dios había decidido venir a la tierra había pensado ya desde toda la eternidad en encarnarse por medio de la criatura más bella jamás creada. Su madre habría de ser la más hermosa de entre las hijas de esta tierra de dolor, embellecida con la altísima dignidad de su pureza inmaculada y virginal. Y así fue. Todos conocemos la grandeza de María.

Pero María no fue obligada a recibir al Hijo del Altísimo. Ella quiso libremente cooperar. Y sabía, además, que el precio del amor habría de ser muy caro. "Una espada de dolor atravesará tu alma" le profetizó el viejo Simeón. Pero, ¡cómo no dejar que el Verbo de Dios se entrañara en ella! Lo concibió, lo portó en su vientre, lo dio a luz en un pobre pesebre, lo cargó en sus brazos de huida a Egipto, lo educó con esmero en Nazaret, lo vio partir con lágrimas en los ojos a los 33 años, lo siguió silenciosa, como fue su vida, en su predicación apostólica...

Lo seguiría incondicionalmente. No se había arrepentido de haber dicho al ángel en la Anunciación: "Hágase". A pesar de los sufrimientos que habría de padecer. ¡Pero si el amor es donación total al amado! Ahora allí, fiel como siempre, a los pies de la cruz, dejaba que la espada de dolor le desencarnara el corazón tan sensible, tan puro de ella, su madre. A Jesús debieron estremecérsele todas las entrañas de ver a su Purísima Madre, tan delicada como la más bella rosa, con sus ojos desencajados de dolor. Los dos más inocentes de esta tierra. Aquella única inocente, a la que no cargaba sus pecados. La Virgen de los Dolores. La Corredentora.

Ella nos enseña la gallardía con que el cristiano debe sobrellevar el dolor. El dolor es el precio del amor a los demás. No es el castigo de un Dios que se regocija en hacer sufrir a sus criaturas, es el momento en que podemos ofrecer ese dolor por el bien espiritual de los demás, es la experiencia de la corredención, como María. Ella miró la cruz y a su Hijo y ofreció su dolor por todos nosotros.

¿No podríamos hacer también lo mismo cuando sufrimos? Mirar la cruz. Salvar almas. La diferencia con Nuestra Madre es que en esa cruz el sufrir de nuestra vida está cargado en las carnes del Hijo de Dios. Él sufrió por nuestros pecados. Él nos redimió sufriendo. Ella simplemente miró y ayudó a su Hijo a redimirnos.

Propósito

Rezar el saludo a la Virgen (Ángelus), preferentemente en familia, o una oración dedicada a Ella, para acompañarla en su dolor.

Diálogo con Cristo 

Jesús, mi gran anhelo es tener muy cerca de mí a María, mi dulce Madre del cielo. Señor, gracias por este maravilloso don. En María tengo el mejor ejemplo del seguimiento fiel, amoroso y sacrificado que debo vivir.

Los Santos de hoy lunes 15 de septiembre de 2014

Los Santos de hoy lunes 15 de septiembre de 2014
 Nuestra Señora de los Dolores
Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares, 15 de septiembre
 Rolando de Medici, Beato
Ermitaño, 15 de septiembre
 Catalina (Fieschi) de Génova, Santa
Viuda, 15 de septiembre
 Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles, Beatos
Mártires, 15 de septiembre
 Pablo Manna, Beato
Presbítero y Fundador, 15 de septiembre
 Nicetas el Godo, Santo
Mártir, 15 de septiembre
 Giuseppe "Pino" Puglisi, Beato
Sacerdote y Mártir, 15 de septiembre
 Mariano Alcalá Pérez, Beato
Sacerdote y Mártir, 15 de septiembre 

MARÍA, LA VIRGEN DOLOROSA



Autor: P. Marcelino de Andrés | Fuente: Catholic.net 
María, la Virgen dolorosa
Cuánto admiramos a la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber amado como amó. ¡Cómo quisiéramos ser como Ella!

 María, la Virgen dolorosa



El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a nosotros. Es compañero inseparable de nuestro peregrinar por esta vida terrena. Antes o después aparece por el camino de nuestra existencia y se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.

El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.

Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus padecimientos. Y sobre todo, apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió vivirlos como lo hizo.

El dolor ante las palabras de Simeón.

El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”. 
María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le dijese con relación a su Hijo iba muy en serio. Ya bastantes signos había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se habían verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del sabio Simeón.

Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta cuando se nos pronostica algo que nos va a costar horrores. Como cuando nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o la muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes presagios.

Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el desasosiego, la desesperación. En lo profundo de su alma seguía reinando la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.

Para nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos. Cristo nos pidió como condición de su seguimiento el negarse a uno mismo y el tomar la propia cruz cada día. Nos prometió persecuciones por causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal por ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos insultarían y despreciarían; que nos darían muerte. ¡Qué importante es, ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra Madre! El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se echa atrás ante la cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios con decisión y entereza, con amor.

El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.

María debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey Herodes. La matanza de los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad? Ella también era madre. Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además, seguramente, María conocía a muchos de esos pequeñines. Conocía a sus madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que murieron X personas en un atentado en Medio Oriente, a cuando te comunican que han matado a uno o varios amigos y conocidos tuyos... Entonces la cosa cambia.

A lo mejor hasta María se sintió un poco culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá comprendió que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por aquellos pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente de María surgió la eterna pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso la respuesta podría ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca de Herodes...?

Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento, que no le era ajeno (eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su propio padecer.

También nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno. Compadecerse. Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con razón- “si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un poco de consuelo y también de rezar por los que sufren.

El dolor de haber perdido al Niño.

¡Cómo sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por la incertidumbre. ¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo? ¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado un coche? ¿lo habrán raptado? ¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso pasaría por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún pariente de Herodes que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su amor por sus hijos...

Pues imaginemos a María. La más sensible de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y resulta que no encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla terriblemente. Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha extraviado el Mesías. Se le ha perdido Dios... ¡Qué apuro el de María!

¡Qué tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá dormido María esos días? Seguro que no. Desde luego que no durmió. ¿Cómo va a dormir una madre que tiene perdido a su hijo? Pero sí rezó y mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor porque era Dios el que permitía esa situación.

No termina todo aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior. La incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me buscabais...?” ¡Qué efecto habrán causado esas palabras en el corazón de su Madre, María...!

Tratemos de meternos en el corazón de una madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan tres días y tres noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente, lo encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata intelectual de Jerusalén, dándoles unas lecciones de catecismo y de Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...

Es verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien! ¡por fin lo hemos encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio, María tuvo la reacción normal de una madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?” (se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y por otra parte, asegura el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.

Y María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no dijo nada. Lo sufrió todo en su corazón y lo llevó todo a la oración. Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a comprender que Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría un día la inevitable separación...

A veces en nuestra vida puede sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde. “Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego. Sí, a veces Dios nos prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que María. Buscarlo sin descanso. Sufrir con paciencia y confianza. Orar. Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla, volverá a aparecer.

Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con quién deberíamos ir. Dejamos de lado a Cristo. Nos escondemos de El. Nos sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras cosillas. Y, claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a Cristo, teniendo nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo. Volver a mirarlo y ponerse a amarlo de nuevo.

El dolor de la separación y la primera soledad.

Llegó el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de experiencias inolvidables, vividos en ese ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano de Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega mutua, amor. Treinta años de familia unida y maravillosa.

¡Qué momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...! Fue temprano. Muy de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró de lo que estaba ocurriendo. Pocas palabras. Abundantes e intensos sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...” 

Todos hemos intuido lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...

María volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al entrar, fue la primera vez que sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían en la casa otros pasos que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella misma lo moviese.

La soledad es una de las penas más profundas de los seres humanos, pues hemos nacido para vivir en compañía de los demás. ¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo y por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del Viernes Santo y duró mucho más...

María también supo vivir ese sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios. Ofreciéndolo por ese Hijo suyo que comenzaba su vida pública y que tanto iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.

Necesitamos, como María, ser fuertes en la soledad y en las despedidas. Fuertes por el amor que hace llevadero todo sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes por la oración y el ofrecimiento.


El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.

La tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino del calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una madre! ¿Lo habremos meditado y contemplado lo suficiente?

¡Que fortaleza interior la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su Jesús camino del calvario (eso hubiera quebrado el ánimo a muchas madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era más fuerte que el miedo al dolor atroz que le producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús. Ella tenía conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor se hendiría despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte de su propio Hijo. No se esconde para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y en pie.

Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y Madre. Ese cruzarse silencioso de miradas. Ese vaivén intensísimo de dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían esos dos corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el querer de Dios con una confianza en Él tan infinita y profunda como su mismo dolor.

Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis. No suframos sin sentido, con mera resignación. Busquemos, por la cuesta de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María, nuestra Madre. Ahí estará Ella siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y dispuesta a consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”.

María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.

El dolor de la muerte de su Hijo.

Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve morir en esas circunstancias...

Nunca podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su corazón de Madre el contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía perfectamente quién era Él. Ella que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la nefanda tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de la manos de sus verdugos. Ella, que en último término habría preferido suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y sufrir, y obedecer. Esa era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie ante la cruz, María repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias, “hágase tu voluntad”.

¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande que el de dar la propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor más grande. Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:

“... porque el padecer, el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del sacrificio. El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. La más alta cumbre del amor, cuando, por ejemplo, se trata de una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la vida del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso semejante, jamás lengua humana podrá decirlo; compréndese únicamente que, para recompensar sacrificios tales, no será demasiado darles una dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).

Son una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de esa cumbre, el ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún. ¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué son nuestras ridículas cruces frente a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces nuestro amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!


Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.

Otra escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba su muerte. No cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era el Hijo del Altísimo. Él, que era el Salvador de Israel. Él, cuyo reino no tendría fin. Él, que era la Vida. Él está muerto.

Dura prueba para la fe de María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca que amenazaba apagar la llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se extinguió. Siguió encendida y luminosa.

¡Qué fuerte es María! Es la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a Ella que aumenta nuestra fe. Que la proteja para que no sucumba ante las tempestades que nos asaltan en la vida amenazando aniquilarla.



El dolor de una nueva soledad.

¡Qué días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no estaba perdido. Estaba muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la soledad tremenda que deja la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.

Así la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...”

Pero ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante esa nueva manifestación incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.

Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura.

NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES, 15 DE SETIEMBRE


Autor: Tere Fernández | Fuente: catholic.net 
Nuestra Señora de los Dolores
Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares, 15 de septiembre

 Nuestra Señora de los Dolores


Memoria de Nuestra Señora de los Dolores, que de pie junto a la cruz de Jesús, su Hijo, estuvo íntima y fielmente asociada a su pasión salvadora. Fue la nueva Eva, que por su admirable obediencia contribuyó a la vida, al contrario de lo que hizo la primera mujer, que por su desobediencia trajo la muerte.

Los Evangelios muestran a la Virgen Santísima presente, con inmenso amor y dolor de Madre, junto a la cruz en el momento de la muerte redentora de su Hijo, uniéndose a sus padecimientos y mereciendo por ello el título de Corredentora.

La representación pictórica e iconográfica de la Virgen Dolorosa mueve el corazón de los creyentes a justipreciar el valor de la redención y a descubrir mejor la malicia del pecado.

Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares. 



Un poco de historia 

Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares. La fiesta de nuestra Señora de los Dolores se celebra el 15 de septiembre y recordamos en ella los sufrimientos por los que pasó María a lo largo de su vida, por haber aceptado ser la Madre del Salvador.

Este día se acompaña a María en su experiencia de un muy profundo dolor, el dolor de una madre que ve a su amado Hijo incomprendido, acusado, abandonado por los temerosos apóstoles, flagelado por los soldados romanos, coronado con espinas, escupido, abofeteado, caminando descalzo debajo de un madero astilloso y muy pesado hacia el monte Calvario, donde finalmente presenció la agonía de su muerte en una cruz, clavado de pies y manos. 

María saca su fortaleza de la oración y de la confianza en que la Voluntad de Dios es lo mejor para nosotros, aunque nosotros no la comprendamos. 

Es Ella quien, con su compañía, su fortaleza y su fe, nos da fuerza en los momentos de dolor, en los sufrimientos diarios. Pidámosle la gracia de sufrir unidos a Jesucristo, en nuestro corazón, para así unir los sacrificios de nuestra vida a los de Ella y comprender que, en el dolor, somos más parecidos a Cristo y somos capaces de amarlo con mayor intensidad. 




¿Que nos enseña la Virgen de los Dolores? 

La imagen de la Virgen Dolorosa nos enseña a tener fortaleza ante los sufrimientos de la vida. Encontremos en Ella una compañía y una fuerza para dar sentido a los propios sufri-mientos. 

Cuida tu fe: 

Algunos te dirán que Dios no es bueno porque permite el dolor y el sufrimiento en las personas. El sufrimiento humano es parte de la naturaleza del hombre, es algo inevitable en la vida, y Jesús nos ha enseñado, con su propio sufrimiento, que el dolor tiene valor de salvación. Lo importante es el sentido que nosotros le demos. 

Debemos ser fuertes ante el dolor y ofrecerlo a Dios por la salvación de las almas. De este modo podremos convertir el sufrimiento en sacrificio (sacrum-facere = hacer algo sagrado). Esto nos ayudará a amar más a Dios y, además, llevaremos a muchas almas al Cielo, uniendo nuestro sacrificio al de Cristo. 




Oración: 

María, tú que has pasado por un dolor tan grande y un sufrimiento tan profundo, ayúdanos a seguir tu ejemplo ante las dificultades de nuestra propia vida. 

domingo, 14 de septiembre de 2014

EL EVANGELIO DE HOY: DOMINGO 14 DE SEPTIEMBRE DEL 2014



Autor: P. Sergio A. Cordova LC | Fuente: Catholic.net
¿Perdonar? ¿Y cómo se come eso?...
Mateo 18, 21-35. Tiempo Ordinario. El perdón no es una cuestión de sentimientos, sino de voluntad. Lo importante es querer perdonar.
 
¿Perdonar? ¿Y cómo se come eso?...
¿Perdonar? ¿Y cómo se come eso?...
Del santo Evangelio según Mateo 18, 21-35

En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús le preguntó: Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Jesús le dijo: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y les propuso esta parábola: el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: "Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré." Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda. Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: "Paga lo que debes." Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: "Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré." Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: "Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?" Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.

Oración 

Jesús, ten compasión de mí y perdona mis distracciones. Permite que sepa disfrutar plenamente de este momento de intimidad contigo. Te suplico que sea tu Espíritu Santo quien me guíe para que crezca mi amor a Ti y a los demás.

Petición

Señor, que sepa perdonar sinceramente cualquier ofensa que reciba en este día.

Meditación del Papa Francisco

Éste es el momento para decirle a Jesucristo: "Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores". ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar "setenta veces siete" nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante! (S.S. Francisco, exhortación apostólica Evangelii gaudium n. 3) 

Reflexión:

Cuenta una leyenda árabe que dos amigos viajaban por el desierto. En un determinado punto del viaje discutieron, y uno le dio una bofetada al otro. Éste, profundamente ofendido, sin decir nada, escribió en la arena: –“Hoy, mi mejor amigo me pegó una bofetada en el rostro”. Siguieron adelante y divisaron un oasis. Torturados por la sed, ambos echaron a correr y el primero que llegó se tiró al agua de bruces sin pensarlo y, de pronto, comenzó a ahogarse. El otro amigo se tiró al agua enseguida para salvarlo. Al recuperarse, tomó un estilete y escribió en una piedra: –"Hoy, mi mejor amigo me salvó la vida". Intrigado, el amigo le preguntó: –"¿Por qué después que te lastimé, escribiste en la arena y ahora escribes en una piedra?". Sonriendo, el otro le respondió: –"Cuando un gran amigo nos ofende, debemos escribir en la arena, porque el viento del olvido se lo lleva; en cambio, cuando nos pase algo grandioso, debemos grabarlo en la piedra de la memoria del corazón, donde ningún viento en todo el mundo podrá borrarlo".

El Evangelio de hoy nos habla del perdón. Y, para ejemplificarlo, nuestro Señor nos cuenta la bellísima historia de dos siervos que debían dinero a sus amos. Pero con la diferencia de que uno de ellos debía a su señor diez mil talentos y el otro cien denarios. ¿Sabes tú lo que es un talento? Es una medida de la antigüedad que consistía en llenar hasta el copete un enorme platillo de balanza con monedas de oro puro. ¿Puedes imaginarte la cantidad de oro que cabría en diez mil platillos de esos? ¡Una cifra astronómica! Y... ¿un denario? Era la unidad comercial de uso común. Podríamos decir hoy, un peso. ¡Compara la diferencia tan abismal!

Pues bien. El primer hombre de la parábola debía a su señor una fortuna descomunal. ¿Cómo podría pagar esa suma tan exageradamente enorme? ¡Estaba en chino! ¿Qué había hecho para endrogarse de tal manera? Para pagarla... le iba a exigir toda una vida de esclavitud a él y a su familia. Y es lo que dice el amo: mandó a sus siervos que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. Y este hombre se postra a los pies de su señor, llorando y suplicándole: “Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré”. Y nos cuenta la parábola que el amo tuvo compasión de ese siervo y lo dejó marchar perdonándole la deuda. ¡Qué generosidad tan infinita! Seguramente que ese dueño, o era demasiado rico y millonario, o la parábola nos quiere dar a entender otra cosa....

Pero sigamos con nuestra historia. Al salir de la presencia de su señor –nos cuenta el Evangelio– encuentra éste a un compañero que le debía a él cien miserables pesitos. Y este tipo, agarrando del cuello a su camarada y casi estrangulándolo, le decía: "Págame lo que me debes". Éste hizo lo mismo que él había hecho en presencia de su señor escasos minutos atrás: se postra ante él, como él mismo lo había hecho, y le suplica con las mismas palabras que él había empleado: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré". Pero éste se negó y lo metió en la cárcel hasta que pagara su deuda. Pero, ¿no le acababan de perdonar a él diez mil talentos de oro?... ¡Qué tipo tan desgraciado, tan mezquino y tan bastardo!... –y perdón por la palabra—. ¿No nos da rabia cuando lo imaginamos? Y con toda razón. Nos indignamos contra este hombre desalmado y sin madre. Así lo hizo el amo de la parábola... Nuestro Señor concluye lacónicamente: "lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano".

¡Ah!, ahora sí entendemos perfectamente, con una claridad meridiana, lo que el Señor nos quería decir con la parábola: ese primer siervo al que se le perdonan los diez mil talentos de oro somos tú y yo. Y ese señor que perdona no es un amo cualquiera, sino Dios mismo. Y la deuda que se nos perdona es una cantidad infinita... Pero también ese siervo inmisericorde y sin entrañas podemos ser tú o yo mismo... ¡Muchísimo ojo con esto, amigo mío, que es de un calibre impresionante!

Esto no quita para nada que nos cueste perdonar. A todos nos cuesta. Pero no hemos de confundir "sentir" rabia cuando nos han ofendido y "querer" perdonar de corazón. El perdón no es una cuestión de sentimientos, sino de voluntad. Lo importante es querer perdonar y ofrecer al prójimo el perdón, aunque la propia sensibilidad siga alterada y como "encabritada". Dios no quiere que no sintamos –¡no somos de palo!–, sino que aprendamos a perdonar, independientemente del sentimiento. Con la ayuda de Dios, poco a poco se irá sometiendo y apaciguando también este último, pero no es la condición para el perdón. ¿O creemos que Cristo sintió "muy bonito" cuando estaba siendo atormentado por sus verdugos en la cruz? ¿O que fue para Él un lecho de rosas todas las humillaciones, las bofetadas, las calumnias, las burlas, los azotes, la coronación de espinas, el escarnio de sus enemigos? Y, sin embargo, ahí está el ejemplo: "¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!"

Propósito

Esforzarme por eliminar todo rencor para aprender a perdonar como Dios me perdona.

Diálogo con Cristo

Si queremos aprender a perdonar, Señor, aquí tenemos el ejemplo y el motivo para hacerlo. Sólo así podremos rezar el Padrenuestro como verdaderos cristianos: "Perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden".


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  • P. Sergio Córdova LC
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